sábado, 20 de abril de 2013

El músico preferido de Rosas - parte 1




Murió casi en la indigencia y olvidado de todo el mundo, a la avanzada edad de más de cien inviernos, era un músico español que vino a esta parte de América allá por los años cuarenta del siglo XIX.  Era músico, y de los buenos, y, al par que músico, empresario de teatros.  Se llamaba Francisco Gambín, nombre y apellido que han de recordar los que hayan escuchado hablar de los desaparecidos teatros Argentino y Victoria y aún de aquel otro llamado Del Porvenir, que, -en el local de una cancha, Chacabuco, entre Victoria y Rivadavia- supo hacerlo elegante y lujoso, por arte de birlibirloque, en quince días, el gran escenógrafo español, cómico y director de escena, Francisco Torres.  ¡Qué chiche era aquella “tacita de plata”, que sólo funcionó seis meses para convertirse luego en depósito de mercaderías, como el antiguo Argentino y el de la Victoria en un pasaje y en una pinturería…  ¡Sic transit gloria mundi!  Y más lo han de recordar al viejo maestro y empresario teatral, nuestros vecinos, los de Montevideo, de cuando aun era el Felipe y Santiago del portugués Figueira, -hombre feo el tal Figueira; pero, eso sí, caballero finchado a carta cabal- pues fue allí, en Montevideo, donde primero desembarcara al venir de la madre patria y compartiera, no recuerdo si antes o después, con su colega, el húngaro Francisco José Debali, autor de la música del himno cuya letra, se dice, fue escrita por el célebre poeta Francisco Acuña de Figueroa, a quien llamaban el Quevedo Uruguayo, por lo improvisador y festivo; y otros, aseguran, la improvisó el cómico Quijano, excelente cómico, que ladraba “come un cane” en el espantoso drama “El perro de Castillo”, -haciendo de perro- y reía, estrepitosamente, en “La carcajada”, imitando al inolvidable actor argentino José Casacuberta, que murió en Santiago de Chile representando “Los seis grados del crimen, y del que Sarmiento se ocupara elogiosamente.
Fue en Montevideo donde pisara por primera vez tierra americana; pero como no encontrara acomodo por aquellos pagos, a causa de las continuas e interminables disensiones sangrientas entre “oribistas” y “riveristas” (blancos y colorados), nuestro Francisco decidido trasladarse con su música a Buenos Aires, por aquel entonces bajo el gobierno de Juan Manuel de Rosas, a pesar de tener teóricos conocimientos de los puntos que calzaba “El Nerón del Plata”, como lo llamaban sus enemigos, “los inmundos salvajes unitarios”; pero como Francisco decía, con su sal andaluza, al narrarnos esta anécdota de su zarandeada vida de artista:
“¿Y a mi qué.  Yo, ya había aprendido a saber que los sonidos modulados, vulgo música, ablandan las peñas más duras, y si Orfeo, padre o creador de las armonías, bajó al infierno y domó (válgame el dicho) con los acordes de su lira al diablo mayor y toda su corte, ¿por qué no habría yo de hacer lo mismo con los agudos de mi flauta en esa otra guarida de endriagos y trampantojos?
Y aquí se vino, trayendo como introducción nada menos que una bondadosa misiva del ex presidente uruguayo, excelentísimo general señor Manuel de Oribe, para el otro excelentísimo general señor Juan Manuel de Rosas.
Item más: (hombre precavido don Francisco) el cintillo colorado con la histórica leyenda, en letras doradas y muy visibles: “¡Federación o muerte! ¡Mueran los salvajes unitarios!” que, antes de desembarcar, se colocó en un ojal de su casaquilla… “De color arratonado, por más señas”, añadía.
Pues, resultó que, con las ropas humedecidas por las ráfagas de la travesía y sin más descanso –como los caballeros andantes-, acompañado por el entonces capitán del puerto de la heroica Buenos Aires, coronel Pedro Ximeno (del que tomó datos prudenciales), se plantificó en Palermo.

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