Dentro de este último grupo, ¿qué podían esperar los que habían sido aliados del peronismo frente a un gobierno que se derruía? La mayoría de los diputados obraron con cierto irracionalismo político. Desecharon la más que probable ruptura institucional y, al menos durante el transcurso de la sesión, no ofrecieron alternativas institucionales viables para superar la crisis. Otra interpretación sería que lisa y llanamente hubo apatía o resignación y la sensación ambigua de que “la suerte estaba echada”, como diría el propio Luder tiempo después, comentando los hechos. Así, todos desempeñaron un papel contrario a sus propios intereses; los verticalistas buscaban tejer unas redes con el poder militar –incluso hasta la “bordaberrización”– para lograr el apoyo que evitara caer en el abismo y, paradójicamente, acusaban de “golpistas” a la oposición.
Los desencantados que habían integrado el FREJULI no daban más crédito a la Presidenta, pero no se animaban a dar el paso necesario para su desplazamiento. Y no todos los que se inclinaban hacia el juicio político –y votaban a favor de su tratamiento– confiaban íntimamente en que era el mejor remedio e incluso que hubiera salida real alguna frente al grado de descomposición alcanzado. En realidad, el escenario parlamentario dramatizó el contexto político e institucional del país y contrapuso como espejo a un vacío de poder un cuadro de inmovilismo e impotencia, configurando un suicida callejón sin salida.
El Poder Ejecutivo estaba agónico y el Poder Legislativo en crisis. El oficialismo estaba dividido (con el antiverticalista “Grupo de Trabajo” en el Parlamento), y los disidentes del FREJULI y parte de la oposición no se animaban a votar contra el Gobierno.
El peronismo no había cesado en sus divisiones y sus distintos sectores se fagocitaban mutuamente. Los tramos finales que preludiaron el golpe mostraron una cruda disputa entre los verticalistas, los moderados y los rebeldes. Los primeros exhibían un apoyo incondicional a la Presidenta; los segundos reclamaban rectificaciones inmediatas del Gobierno advirtiendo el riesgo del golpe y el último sector era el que mayor distancia y cuestionamiento ponía en relación a Isabel y a su gobierno.
A finales del mes de febrero, el peronismo vivía una interna descarnada, llena de tensiones y que impedía avizorar un rumbo. El radicalismo había abandonado su papel opositor –prescindiendo de la polémica de si fue o no verdadera oposición en la experiencia iniciada en 1973– y no aparecía como una alternativa creíble al caos reinante. El cuadro se completaba con un sindicalismo y un empresariado que hicieron muy poco para mantener la dinámica política dentro de los cauces de moderación necesarios para desdramatizar el conflicto social y reconducirlo por las vías institucionales pertinentes.
Por fin, las Fuerzas Armadas, que pasaban del teórico “profesionalismo prescindente” al emplazamiento al gobierno, a fines de 1975, amenazando con su intervención si el proceso político no se autorregeneraba. El Congreso fue, entonces, reflejo microscópico de la descomposición social de un régimen que se autoconsumía y que en clave política mostraba a un gobierno aislado, sectario y que pretendía llenar el vacío de poder con un estilo impotente y sin contenidos.
El 24 de marzo es fecha propicia para recordar, también, cómo las instituciones de un régimen democrático no están a la altura de los acontecimientos. El Congreso pudo haber hecho más de lo que hizo para reconducir la extrema crisis política y evitar el golpe del 24 de marzo de 1976. Al menos, debió haberlo intentado.
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