Menos mal que los muchachos lo acompañaban. Sus muchachos. Allí estaban ellos, cada uno con sus mañas. Los conocía como si fueran hijos. Sin darse vuelta podía señalar de quién era la voz que se escuchaba de tanto en tanto. Werfil Herrera, con su corpachón enorme y su cara de niño, agrandado y su risa extemporánea. El negro Sostaita, que solía rasguear implacablemente con sus dedos torpes, frente a los fogones benignos, una percudida guitarra.
El sargento Avallay del lado de los Pueblos, agobiado de tantos trabajados años. Don Shola Carrizo, sentencioso y grave, que nadie sabía por qué andaba en cosas de guerra. Y los tres pasados de San Luis, con sus barbazas y sus vinchas, taciturnos y eficaces. Y el “Shulco”, el chiquilín alocado y gritón que todos querían y que se permitía macanear con todos, hasta con el capitán Carmen Barrionuevo, costeño, que tenía una voz bronca y sonora y jamás se reía. De todos podía el coronel Ceferino Chanampa dar testimonio. A algunos los conocía de años atrás, cuando la guerra larga. Otros habían sido compañeros suyos al lado del General. Menos mal que iban juntos. Pensaba que verlos en Chile sería como tener cerca un pedazo de patria…
Seguían andando sin pausa. Agitó innecesariamente el chifle para verificar si tenía aguardiente. A él no le gustaba macharse, pero antes del entrevero y en las retiradas largas solía chupar. Eran las únicas veces que le brillaban los ojos achinados y soltaba su grito agudo y sostenido. Pensó, con una sonrisa resignada, que nunca se le había dado por las farras. Casi no bailaba. Esas fantásticas cuecas de los cuyanos, esos gatos cordobeses, nunca los había bailado. Cuando lo llevaban a alguna farra, él se quedaba enculado, retraído bajo la enramada, escuchando discutir a los hombres.
- ¡Ay, indio! Así no has de encontrar nunca mujer…
Le decía, riéndose, su compadre Sotomayor. A él no le importaba eso de no conseguir mujer. Tener mujer, ¿para qué? Tomaba alguna hembra al pasar, después de una campaña o cuando se le daba la gana. Una, lo quiso bastante. Se acordaba. ¡La pobre! Tenía unos ojos grises y el modo sumiso y querendón. Vivió un tiempo con ella en un rancho de adobe, decente como el que más, cerca de Cochangasta, frente a la acequia. Tenía unos naranjos al fondo y el agua cantaba día y noche cerca de la casa. El, trabajaba de compositor de caballos. Ella hacía dulces y tortas. Fueron días pacíficos. Pero esa vida lo cansaba. Y en cuanto supo que el General estaba preparando otra campaña, montó su mejor caballo, buscó los amigos más cerca y enfiló hacia los llanos, sintiendo como si se hubiera arrancado unos grillos, pesados y dulces a la vez. Nunca la volvió a ver. Le dijeron, mucho después, que ella se había ido con un desertor del Regimiento de Arredondo. No se le importó. Pero a veces extrañaba un poco su modito y el gris de sus ojos. ¡Bah! El hombre no debe atarse a polleras. Por lo menos, el que anda en estas cosas… Suspiró fuerte, y miró hacia atrás. La luz de la luna ponía escalas de polvo plateado sobre el grupo que lo seguía. Se arrebujó en su áspero poncho y avivó el paso del caballo. Si los alcanzaban los de línea antes de meterse en los contrafuertes de la Cordillera, estaban perdidos.
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