viernes, 30 de noviembre de 2012

El coronel Chanampa - parte 2


 
Entonces el secretario les leía trabajosamente una proclama y después empezaban otra vez los días iluminados y heroicos, acribillados de muerte, de dolor, de miedo y de exaltación; días enaltecidos de victorias y guitarras, de saqueo jocundo y risas bárbaras resonando gloriosamente en la calles de las ciudades conquistadas.  ¡Ah, Catamarca la empinada!  ¡Ah, San Juan resistente!  ¡Ah, Córdoba la orgullosa!  Y el desbande luego, planeado en la voz cadenciosa del General:
- De aquí en cinco días, en La Hedionda.

O en el Chamical.  O en Mollaco.  O en Anjullón.  O en Guaja.  Donde fuera.  Y allí estaban todos a los cinco días, firmes, esperando la nueva orden.  El General…  Era como si lo viera, los ojos mansos, el cabello enrubiado ya encanecido, la vincha desflecada…  Sí: antes había sido más fácil.  Es difícil vivir mandando uno.  Acaudillar ¡qué difícil es!  El coronel Ceferino Chanampa recordaba.  Si por él fuera, no hubiera pasado de soldado.  Total, la vida era densa y áspera lo mismo.  Pero el coraje lo va siguiendo a uno y lo señala.  Un jefe que lo distingue, un instante cargado de destino que se le rinde, una desmesura celebrada por los compañeros, y de repente cata que uno es caudillo.  Se acordaba cuando el General lo ascendió a su grado actual.  Había sido después de la derrota grande.  Sin que nadie se lo mandara, el Indio Shefe juntó una docena de muchachos y se puso a guardar las espaldas de la gente en retirada.  Al pisar lugar seguro, el General lo mandó llamar, lo miró con esos ojos que de puro zarcos parecían mostrar el alma, y le dijo:

- Hijito, sos coronel.

Desde entonces, el Indio Shefe era coronel.  ¡Y que se le hubiera muerto su General así, tan enteramente indefenso, sin haber estado él para ponerse delante de la lanza y hacerse rajar el pecho antes de que lo atravesara al viejo jefe derrotado!  ¡Mala suerte!  El coronel Ceferino Chanampa sintió un picor en los ojos y pegó un feroz espolazo al caballo.

Atrás, los montados de sus diez hombres hacían un ruido acolchonado sobre el polvo.  Los muchachos casi no hablaban.  Se dejaban andar, sin palabras.  La noche seguía cargada, mezquinando luna.
Iban hacia Chile por Jagüe.  Tal vez allí tuvieran más fortuna.  Algunos amigos habían logrado pasar.  Si la expedición pacificadora no los alcanzaba a la altura de Los Hornillos, ya no les preocuparía nada.  Eran todos baquianos y con un poco de charqui y unos chifles de aguardiente podrían atravesar las montañas grandes.  Los caballos estaban cansados, pero verdeando antes de meterse en el Paso andarían bien.  La cosa era llegar a Los Hornillos.  De allí a Chile, ya se vería.  En Chile podrían trabajar en las minas o irse al sur, a los fundos.  Total, un conocido nunca falta para buscar conchabo.  Un hombre está bien en cualquier lado.  Lo único, estar en tierra extraña.  Cuando pensaba esto una inquieta desazón le ponía regustos amargos en la boca. 

Dejar la patria era como si le arrancaran las entrañas.  Una escondida voz le decía a gritos esto: el coronel Ceferino Chanampa seguiría siendo el mismo hombre en Chile; sus greñas ásperas, sus pómulos marcados, su voz aflautada y esdrújula no cambiarían; pero el coronel Ceferino Chanampa era también la tierra, el paisaje, el cielo, las gentes, las cosas.  El era él, con su cuerpo y su alma, con sus días y sus noches; pero él era también todo lo cotidiano y si le arrancaban esto, quedaría mutilado.  Cuando así pensaba, se le achicaba el corazón y sentía lo que sintió hacía muchos años, cuando estuvieron a punto de degollarlo tras una revolución fracasada…

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