El coronel Ceferino Chanampa, alias el indio Shefe, escuchaba el ruido apagado de los cascos contra el arenoso camino. Una luna de algodón acuchillado jugaba a resplandecer y apagarse entre las nubes. Cuando asomaba, podía verse la pequeña tropa desarrapada, desgreñada, caminando en silencio. Apenas se veían los espesos romerales, los ariscos chañares. Cuando se escondía la luna, parecía que tierra, yuyos y caballos fueran una sola cosa oscura y palpitante.
El coronel Ceferino Chanampa sacó un pie del tosco estribo para no entumecerse. Se balanceó un poco. Si tan siquiera pudiera pitar. Pero la sorpresa del Carrizalito había sido desastrosa. No hubo tiempo más que para encarar un poco a la tropa de línea y escapar con lo puesto. Jodida suerte.
Desde que murió el General en nada les había ido bien. Cierto que cuando peleaban a su lado tampoco habían ganado muchas batallas, pero por lo menos el desbande era una táctica y el huir un anticipo de victoria. Y, además, ellos sabían que como quiera, el General arreglaría las cosas.
Pero esto era la derrota bárbara, la derrota sin remedio, pobre y desolada como choco que los rondara toriándolos con sus fauces sumidas de hambre. El tintín del sable contra la espuela casi lo sobresaltó. Ese ruidito juguetón era cosa que sobraba.
Todo parecía obligadamente trágico en esta ocasión. El coronel Ceferino Chanampa arrugó la jeta aindiada y se encasquetó el gorro sobre los ojos. ¡Bah! El sable… ¡Para lo que servía…! Fueran otros tiempos, cuando la cosa se resolvía en la primera arremetida a fuerza de fierro y pechazo: pero ahora, con los cañones de los Regimientos quemándolos de lejos y los Remingtons minuciosos bajándolos como cachilitas, ¡adónde! ¡Qué guerra ésta! El coronel Ceferino Chanampa revolvía palabras y sucedidos mientras estiraba alternativamente sus piernas sobre los bastos duros. ¡Qué destino éste! Ya ni sabía para qué peleaban, salvo para defender el cuero.
Cuando estaba con el General todo era más fácil. El General pensaba por ellos y les decía si iban a pelear o no. A veces estaban semanas de ociosos en el campamento o en la ciudad, comiendo y chupando. Y un día entre los días los hacía reunir y decía:
- Bueno, muchachos, hay que largarse de nuevo…
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