viernes, 30 de noviembre de 2012

El coronel Chanampa - parte 4


 
Buenas tropas, los nacionales.  Armas largas, ganado fresco, ropa entera.  ¡Qué podían hacer contra ellos las raquíticas chuzas, los trabucos desvencijados de los montoneros!  El coronel Ceferino Chanampa los había visto de lejos, con no disimulada admiración.  Observaba sus maniobras perfectas, sus conversiones cerradas, sus formaciones impecables: y tenía que contener un secreto impulso para no largarse hacia ellos pegando gritos amistosos y abrazarlos.  ¿Y los oficiales?  Los había visto de cerca en dos o tres ocasiones: cuando hicieron un tratado de paz que fue traicionado muy luego y otra vez en la ciudad, al entrar el Regimiento al son de la banda y con las banderas desplegadas.  El estaba escondido en la casa de un compadre, cerca del Estanque.  Los había visto pasar.  ¡Esos sí que eran oficiales!  Todos traían entorchados y charreteras decorándoles los combados pechos; Las peras y los bigotillos cuidadosamente recortados.  Recordaba al ayudante del General, que una vez apareció con un poncho agujereado por todo vestido, tan en la miseria estaba.  Y a ese capitán Wamba que nunca usó zapatos.  Tal vez si ellos hicieran unos arreos como los de las tropas nacionales, andarían mejor.  ¿Quién podría creerlo Coronel a él, Ceferino Chanampa, más conocido por el Indio Shefe, con esos pantalones remendados, ese blusón hecho harapo, ese gorro agujereado donde lucía una escarapela argentina para distinguir su jerarquía…?  Y, sin embargo, ¡carajo! Era tan Coronel como el mismísimo Arredondo, que había visto entrar en la ciudad tan churito, al frente del Regimiento, resplandeciente de oros y sin un remiendo ¡sin un solo remiendo! en su uniforme azul y rojo.

Al coronel Ceferino Chanampa le hubiera gustado hablar con ellos, con los hombres contra quienes tanto había luchado.  Le hubiera gustado sentarse mano a mano, pitando despacio, y hablar sin apuro toda una tarde, toda una noche.  Le hubiera gustado saber por qué peleaban.  Les hubiera preguntado por qué los perseguían, con qué derecho habían matado al General, cómo era que se largaban sobre los pueblos para asolarlos.  Ellos, que sabían leer y escribir, podrían hablarle largamente de sus motivos.  Debían tenerlos, y seguramente muy importantes.

Sonrió un poco: ¿y si se lo preguntaban a él?  ¿Qué diría?  Bueno, no diría muchas palabras.  Nunca decía muchas.  Pero por lo menos les haría saber que él luchaba porque siempre lo había hecho, porque ésa era su tierra y no le gustaba ver regimientos extraños paseándose por sus pagos; que luchaba contra los cogotudos de la ciudad que eran enrevesados para hablar y le hacían desconfiar siempre; que peleaba porque el General siempre había peleado contra ellos, y porque no tenía casa ni tenía mujer ni otra cosa mejor que hacer.  Porque la guerra era linda y dura y lo hacía sentir más hombre; porque eso de estar cuerpeando a la muerte parece que a uno lo purificara.  Por todo eso ¡y que se yo! Tal vez por otras cosas más grandes, cosas tan altas y tan oscuras que no podía descubrirlas ni entenderlas y era preferible callarlas, para no disminuir su grandeza con sus pobres palabras de indio iletrado.  El las sentía: eran cosas que venían en tumulto desde el fondo de la noche, una cabalgata de muertos queridos que desfilaban borrosamente o las palabras bellas que había escuchado en las proclamas del General y que ya no recordaba…  ¡Pelear!  Qué otra cosa podía hacer…  Pelear hasta terminar, como fuera.  Una resignación orgullosa lo iba invadiendo.  Era como un juego.  Ahora comprendía.  Era como jugar a la taba o al monte, con apuestas mucho más valiosas que las que solía hacer.  Se apostaba la vida.

Cuando ganaba, tenía a su Mercer la vida de sus enemigos.  Cuando perdía, su vida era de ellos.  Juego limpio y riesgoso.  Ahora estaba jugando las últimas vueltas.  Lástima que en la apuesta también estuvieran implicados los compañeros.  Eso hacía todo más complicado.  Cuando el General se largaba a una campaña, él sabía que era parte de su apuesta y aceptaba ese mínimo destino sin protestas ni responsabilidades.  Ahora, en cambio, era él, el coronel Ceferino Chanampa, quien tiraba sobre la mesa esas diez paradas.  Eso lo desazonaba.  Pero podía tranquilizarse pensando que todo obedecía a un ritmo ciego e inexorable al que era ajeno.  Otro, alguien, lo estaría jugando a él.  Ganar o perder, no importaba.  Cumplir un destino, tal vez sí.

Amanecía.  A la derecha, muy lejos, se adivinaba la roja imponencia de Los Colorados.  Patquía quedaba atrás.  Con un poco de suerte habrían de llegar al otro día, a la oración.  El cielo estaba ahora limpio de nubes y llegaba a ratos un olor fresco a retamo, como un regalo del campo pobre a sus derrotados.  Ya estaba saliendo el sol cuando avistaron a retaguardia la polvareda de los nacionales.  Pronto se distinguirían sus uniformes azules y rojos, sus Remingtons certeros, sus caballos frescos.

Miró a los compañeros.  Nadie decía nada.  Un aliento eterno suspendía a todos y transfiguraba sus rostros atezados.  Detuvieron las derrengadas cabalgaduras y se prepararon.  Cuando dio, rutinariamente, las últimas órdenes, el coronel Ceferino Chanampa tuvo la sensación de ser un ciclo cerrado y que en ese instante estelar se completaba su existencia armoniosamente, auténticamente.  Sintió lo que nunca había sentido a través de sus correrías: una plenitud, una paz infinita, la oscura certeza de que todo debía pasar así y no de otro modo.  Se sintió leal a su destino anónimo y desolado, y no trató de eludirlo.  Desató el chifle y bebió con largueza.  Después esperó.

Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Luna, Félix – La última montonera – Biblioteca Boedo, Buenos Aires (1992).

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