Con el paso de los años, mis investigaciones en los archivos españoles me permitieron abordar múltiples documentos vinculados con la lucha entre patriotas y realistas en los mares y cursos fluviales de la parte austral del continente.
Sin embargo, mi reencuentro con Bouchard se produjo en el año 1988, como integrante de la plana mayor de la fragata ARA Libertad, que por orden del entonces presidente Raúl Alfonsín había abandonado los itinerarios tradicionales para tocar remotos puertos del lejano Oriente. Luego de cruzar el Canal de Panamá, sin duda menos riesgoso que el Cabo de Hornos que habían tenido que sortear nuestros corsarios, tocamos Acapulco, y enseguida Monterrey.
En el Libro de Consignas se establecía el modo en que el comandante, los jefes, oficiales y guardiamarinas debían participar del homenaje a Bouchard que se desarrollaría en el sitio en que una placa y un mástil ubicado donde se hallaba el fuerte, recuerdan el ataque llevado a cabo por los corsarios argentinos al entonces modesto caserío y presidio hispano en California. Antes de desembarcar creí mi deber explicarles a los jóvenes que en pocos meses egresarían de la Escuela Naval, la significación de aquella campaña en el marco de los esfuerzos que nuestra recién nacida patria realizaba para enfrentar a sus adversarios en lejanas aguas.
La ceremonia se concretó en forma correcta desde el punto de vista militar. Una banda del Ejército de los Estados Unidos ejecutó marchas, y una escolta con uniformes históricos de la época de la independencia presentó armas mientras se colocaban ofrendas florales. Me extrañó la casi nula presencia de autoridades locales y decidí indagar durante nuestra breve estancia las razones por las cuales en una ciudad relativamente pequeña había tan poco interés en tributar homenaje a un país amigo a través de uno de sus héroes navales. No se me ocultaba el terrible impacto que había producido la presencia de Bouchard, pero me parecía que, transcurrido tanto tiempo, las generaciones posteriores habían moderado su enojo.
Obtenido el correspondiente permiso, desembarqué para dirigirme al museo de Monterrey. Por toda respuesta a mis comentarios, su amable director puso en mis manos un volumen cuya portada lo decía todo: The impostor of Monterey. Bouchard and One-Eyed Charley, de Louis C. Moore. Y me agregó: “para la gente de aquí fue un abominable pirata”. Años más tarde, un estudioso estadounidense con firmes lazos en la Argentina, a quien conocí y traté a lo largo de su permanencia en nuestros archivos en busca de materiales para escribir sobre el tema, me ratificó ese concepto, que él no compartía, como se evidencia en su libro The Burning of Monterey: the 1818 attack on California by the Privateer Bouchard.
En aquella oportunidad me comprometí íntimamente a escribir sobre tan singular figura de nuestro pretérito, pero si bien hablé abundantemente de ella en mi Corsarios Argentinos. Héroes del mar en la Independencia y en la guerra con el Brasil —no pocas de cuyas páginas utilizo en éste—, con el paso de los años otros proyectos y compromisos editoriales postergaron dicho propósito. Mi idea no era ni es dedicarle una biografía de carácter apologético, sino ofrecer una imagen lo más equilibrada posible de aquel hombre duro y controvertido que paseó el pabellón argentino por los mares del mundo sin que le importasen los riesgos ni las adversidades, para notificar a sangre y fuego que en el extremo sur del continente americano surgía un país libre.
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