El golpe que el 6 de septiembre de 1930 derrocaría al
presidente constitucional Hipólito Yrigoyen venía siendo anunciado mucho antes
de que Leopoldo Lugones exaltara “la hora de la espada”.
En ese discurso el
prestigioso poeta llamaría al Ejército —“esa última aristocracia”— a tomar las
riendas, y la conspiración sentaría precedentes que lamentablemente iban a
hacer escuela en la Argentina. Los golpistas del futuro aprendieron en el año
30 que la cosa debía empezar con el desprestigio del gobierno y el sistema a
través de una activa campaña de prensa; asimismo, lograr la adhesión y el
auxilio financiero de los grandes capitales nacionales y extranjeros a cambio
de entregarles el manejo de la economía; rebajar los sueldos y pedir
sacrificios a los asalariados que luego se traducirían en una hipotética
prosperidad; las arengas debían ser fascistas pero el Ministerio de Economía
sería entregado a un empresario o gerente liberal al que no le molestaran mucho
los discursos y las actitudes autoritarias, a un liberal al que lo tuvieran sin
cuidado el respeto a los derechos humanos y todos aquellos derechos impulsados
justamente por el liberalismo.
Para que quede claro, un “liberal” argentino, en
los términos de la genial definición de Alberdi: “Los liberales argentinos son
amantes platónicos de una deidad que no han visto ni conocen. Ser libre, para
ellos, no consiste en gobernarse a sí mismos sino en gobernar a los otros. La
posesión del gobierno: he ahí toda su libertad. El monopolio del gobierno: he
ahí todo su liberalismo. El liberalismo como hábito de respetar el disentimiento
de los otros es algo que no cabe en la cabeza de un liberal argentino. El
disidente es enemigo; la disidencia de opinión es guerra, hostilidad, que
autoriza la represión y la muerte”. 1
También había que prometerle al pueblo orden y seguridad, y
al asumir era importante meter miedo. Prohibir la actividad política y
sindical; intervenir las provincias y las universidades; decretar la pena de
muerte; detener, torturar y asesinar a los opositores y al mismo tiempo hacer
una declaración de profunda fe católica y de pertenencia al mundo occidental y
cristiano; dejar en suspenso la duración del gobierno militar (incluso, si se
quiere, se lo puede llamar provisional) y, finalmente, en pago de tantos
sacrificios, en nombre de la patria y la honestidad, hacer los más sucios y
descarados negociados.
Cómo construir un dictador
Los que conocían bien a Uriburu fueron testigos de cómo aquel revolucionario de
1890 devino ultraconservador con el paso de los años: poco después de que
Yrigoyen, su viejo correligionario, ganara las elecciones por segunda vez,
decidió pasar a retiro y también a conspirar contra la democracia. El general
tenía quién le escribiera, allí estaban los nacionalistas católicos Julio y
Rodolfo Irazusta, que publicaban el semanario La Nueva República, una
influyente tribuna desde la que se fogoneaba un cambio en el orden
institucional. Julio Irazusta inauguró una frase que, lamentablemente para sus
herederos, no registró como propia, ya que sería usada hasta el cansancio
durante el resto del siglo XX, e incluso hasta comienzos del siglo XXI, por
algún comunicador social en aquella hora clave de la crisis del 2001: “hay que
sacar las tropas a la calle”.
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