sábado, 1 de septiembre de 2018

6 de septiembre de 1930 – Crónica de un golpe anunciado - Parte 1





El golpe que el 6 de septiembre de 1930 derrocaría al presidente constitucional Hipólito Yrigoyen venía siendo anunciado mucho antes de que Leopoldo Lugones exaltara “la hora de la espada”. 

En ese discurso el prestigioso poeta llamaría al Ejército —“esa última aristocracia”— a tomar las riendas, y la conspiración sentaría precedentes que lamentablemente iban a hacer escuela en la Argentina. Los golpistas del futuro aprendieron en el año 30 que la cosa debía empezar con el desprestigio del gobierno y el sistema a través de una activa campaña de prensa; asimismo, lograr la adhesión y el auxilio financiero de los grandes capitales nacionales y extranjeros a cambio de entregarles el manejo de la economía; rebajar los sueldos y pedir sacrificios a los asalariados que luego se traducirían en una hipotética prosperidad; las arengas debían ser fascistas pero el Ministerio de Economía sería entregado a un empresario o gerente liberal al que no le molestaran mucho los discursos y las actitudes autoritarias, a un liberal al que lo tuvieran sin cuidado el respeto a los derechos humanos y todos aquellos derechos impulsados justamente por el liberalismo. 

Para que quede claro, un “liberal” argentino, en los términos de la genial definición de Alberdi: “Los liberales argentinos son amantes platónicos de una deidad que no han visto ni conocen. Ser libre, para ellos, no consiste en gobernarse a sí mismos sino en gobernar a los otros. La posesión del gobierno: he ahí toda su libertad. El monopolio del gobierno: he ahí todo su liberalismo. El liberalismo como hábito de respetar el disentimiento de los otros es algo que no cabe en la cabeza de un liberal argentino. El disidente es enemigo; la disidencia de opinión es guerra, hostilidad, que autoriza la represión y la muerte”. 1

También había que prometerle al pueblo orden y seguridad, y al asumir era importante meter miedo. Prohibir la actividad política y sindical; intervenir las provincias y las universidades; decretar la pena de muerte; detener, torturar y asesinar a los opositores y al mismo tiempo hacer una declaración de profunda fe católica y de pertenencia al mundo occidental y cristiano; dejar en suspenso la duración del gobierno militar (incluso, si se quiere, se lo puede llamar provisional) y, finalmente, en pago de tantos sacrificios, en nombre de la patria y la honestidad, hacer los más sucios y descarados negociados.

Cómo construir un dictador

Los que conocían bien a Uriburu fueron testigos de cómo aquel revolucionario de 1890 devino ultraconservador con el paso de los años: poco después de que Yrigoyen, su viejo correligionario, ganara las elecciones por segunda vez, decidió pasar a retiro y también a conspirar contra la democracia. El general tenía quién le escribiera, allí estaban los nacionalistas católicos Julio y Rodolfo Irazusta, que publicaban el semanario La Nueva República, una influyente tribuna desde la que se fogoneaba un cambio en el orden institucional. Julio Irazusta inauguró una frase que, lamentablemente para sus herederos, no registró como propia, ya que sería usada hasta el cansancio durante el resto del siglo XX, e incluso hasta comienzos del siglo XXI, por algún comunicador social en aquella hora clave de la crisis del 2001: “hay que sacar las tropas a la calle”. 


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