Hace 100 años era el presidente argentino. Todos lo
recuerdan por la ley que lleva su apellido y que instauró el voto universal,
secreto y obligatorio. Pero pocos saben que, siendo joven, tuvo una valiente
participación en la Guerra del Perú y Bolivia contra Chile. A pesar de la
oposición de su padre Luis, quien también sería presidente, se alistó como
voluntario para probar su coraje en una contienda que le dejaría secuelas que lo
llevarían a la muerte en 1914, antes de terminar su mandato.
En el otoño de 1879, un joven argentino se presentó en Lima
y manifestó su voluntad de luchar como voluntario en las filas del ejército. No
era un buen momento para alistarse en la Guerra del Perú y de Bolivia contra
Chile. Mejor armados y con voluntad de vencer, los chilenos iban por la
explotación del salitre. No los asistía el derecho sino la fuerza. Tales
perspectivas desfavorables no desalentaron al voluntario argentino. Se llamaba
Roque Sáenz Peña, tenía 28 años, era abogado, con una brevísima experiencia en
la milicia, y pertenecía a una familia de arraigo y prestigio en Buenos Aires.
Quería probar su coraje al servicio de una causa justa, inspirada en el
sentimiento americano y explicó su posición en un banquete al que asistieron
altas personalidades:
"No he venido envuelto en la capa del aventurero preguntando dónde hay un
ejército para brindar espada… La causa del Perú y Bolivia es en estos momentos
la causa de América y la causa de América es la causa de mi patria y sus
hijos".
Las autoridades peruanas, gratamente sorprendidas, le ofrecieron un cargo
pasivo en la reserva pero él prefirió ser destinado al frente, en el Ejercito
del Sur, con el grado de teniente coronel. Desde Iquique, principal puerto de
exportación del salitre, le escribió a su padre con la intención de
reconciliarse con él antes de entrar en combate.
En la Argentina, donde la relación con Chile se hallaba en su punto más bajo
debido a la cuestión de la soberanía en la Patagonia, las simpatías populares
estaban a favor del Perú y el gesto de Roque era bienvenido. No obstante su
padre, el abogado Luis Sáenz Peña, se oponía con firmeza al proyecto; lo
consideraba una calaverada más del hijo al que le reprochaba llevar una vida
desordenada y -algo más grave- la intención de casarse. ¿Con quién? en la Gran
Aldea porteña corrían toda clase de rumores sobre la filiación de la joven. Lo
cierto es que Roque, ya tachado de romántico por amigos y adversarios, quiso
ponerle paños fríos a la disputa familiar:
"Mi querido Tata, tranquilícese de mi separación momentánea; volveré a sus
brazos más hombre aún y sin otra idea que compensarle los malos ratos que le
doy y devolver a los míos la tranquilidad que les quito".
Como todo voluntario, soñaba con la ocasión de pelear en una guerra justa y
contra un enemigo al que consideraba también el enemigo de su Patria. Entonces
comenzaron las dificultades y los sufrimientos de la campaña. La fuerza marchó
120 leguas por el desierto de Atacama, bajo un sol abrasador, sin agua, con la
tropa en desorden y el armamento destrozado. En tales circunstancias Roque,
como ayudante del jefe, se empeñó en evitar motines y tumultos. Esa fuerza
desmoralizada sufrió un primer revés, y un triunfo casi inesperado, en
Tarapacá, antes de llegar a reforzar a la guarnición de Arica, sitiada por los
chilenos.
Entre tanto en Buenos Aires, ante la ausencia de noticias sus amigos hicieron
lo posible por localizarlo. Uno de los más íntimos, Miguel Cané, viajó a Chile
y con permiso de las autoridades se dirigió a la plaza sitiada donde encontró a
Roque animoso y saludable, pero no pudo convencerlo de que abandonara la lucha:
tenía un compromiso de honor y debía cumplirlo.
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