lunes, 10 de noviembre de 2014

Santiago de Liniers




Era francés, pero él no tenía la culpa. De todos modos, no era un "francés libre": tenía muy buenas ideas en la cabeza. Un día los ingleses quisieron apoderarse de Buenos Aires y mandaron, haciéndose los zonzos, una expedición de piratas todos uniformados que desembarcaron tranquilamente cerca de la ciudad. Enseguida que lo supo, el Virrey Sobremonte se fue a Córdoba a buscar sus tropas. Pero los porteños no quisieron esperar a los soldados, porque a lo mejor llegaban tarde, y entonces pidieron a Liniers que fuera su jefe y ellos se armaron como pudieron, unos con espadas y otros con palos y otros con piedras y otros con tenazas de cocina y todos estaban muy contentos porque sabían que a la largo o a la corta terminarían por echar a los invasores, porque ellos tenían razón y los invasores eran unos cochinos herejes. Liniers se puso entonces su traje con charreteras doradas y les dijo: "Si ustedes quieren vencer, deben estar dispuestos a morir. Este asunto no es muy fácil. Los ingleses tienen buenas armas y nosotros tenemos buenos corazones. Vamos a ver cómo se portan los corazones frente a las armas". Y, desenvainando la espada gritó: "¡Ahora, a matar ingleses!". Y los porteños se pusieron a pelear con los ingleses y no pudieron matarlos a todos porque los ingleses corrían como locos. En esa pelea se portó muy bien un muchacho que apenas tendría doce o trece años y que se llamaba Juan Manuel de Rosas. Su padre se lo había enviado a Liniers para que lo ayudara en ese asunto de los piratas. Cuando terminó todo, Liniers se lo devolvió al padre con una carta donde elogiaba mucho su comportamiento. Una vez que los ingleses comprendieron que con los porteños no se podía jugar, se hicieron los zonzos y pidieron la paz como si no hubiera pasado nada. Desgraciadamente los porteños se dejaron engatusar y, en lugar de matar a los que quedaban, se contentaron con quitarles las armas y las banderas y los trataron como a las personas decentes. Entonces ellos empezaron a llenarles la cabeza de ideas raras y a hablarles de la libertad y de los derechos del hombre y de toda clase de pavadas. Encontraron, naturalmente, a algunos abogaditos que les hicieron caso y que se pusieron a su servicio, porque los ingleses siempre han tenido mucha suerte en eso de encontrar abogados que, con todo desinterés, se dedican a defender sus intereses. Un día quiso Dios que el Virreinato se independizara de España y permitió de paso --Dios sabe porqué, nosotros no lo sabemos-- que esos abogaditos subieran al gobierno. Como Liniers era fiel al Rey de España, no quiso saber nada con la independencia de América y entonces los abogaditos se acordaron de que les había hecho pasar un mal rato a los ingleses y lo hicieron matar. Esto no quiere decir que valga la pena tener siquiera un poco de miedo. Para hacer callar a los abogaditos lo mejor es asustarlos con los alemanes y para hacer disparar a los ingleses lo mejor es portarse como hombres, como se portaron los que hicieron disparar del Río de la Plata cuando quisieron hacerse los conquistadores.


Por Ignacio B. Anzoátegui*

*Nueva Política, Nº 23, Buenos Aires, Julio de 1942, p. 28.

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