Esto no debe haber dado mucho resultado, y puede atribuirse
a dos razones: la primera, a que no eran demasiadas las armas existentes, y la
segunda, a que los españoles eran propietarios indiscutidos de las armas hasta
ese momento, y no tenían ningún interés en entregárselas a quienes iban a ser
sus opositores en venideros conflictos guerreros. De ahí que, poco tiempo
después, el 14 de junio, por un nuevo bando se ordena que toda arma que no se
halle en manos de autoridad militar sea entregada sin que se tenga en cuenta
fuero, excusa ni privilegio alguno, y esta vez en el perentorio término de 24
horas de publicado. Además, se agrega la pena del destierro para quienes
ocultaran las armas y se gratificaba con 25 pesos al que denunciare a quien las
retuviera. La mitad se le entregaba al denunciante, y el resto pasaba al
en ese entonces Real Fisco.
En cuanto a las pistolas, las recompensas se ofrecían, ya
fueran éstas de charpa o de arzón. Las primeras eran las que se portaban
en un tahalí, que hacia la cintura llevaba unido un pedazo de cuero con ganchos
para colgar pistolas regulares de chispa. Las segundas correspondían a
pistolas, también de chispa, pero de mayor tamaño y longitud de cañón, y que se
llevaban en unas pistoleras colocadas en el fuste delantero de la silla de
montar.
Acuciante era la necesidad de armamento, heredada por
nuestros patriotas de la época del virreinato, los cuales, para aumentar las
fuerzas que se necesitaban y suplir la falta de armas de fuego, ordenaron por
medio de la Junta
a Miguel de Azcuénaga, el 10 de agosto de 1810, que con maderas buenas hiciera
enastar las alabardas que usaban las tropas españolas, y formara con estas
armas blancas dos compañías de alabarderos de cien hombres cada una, en la
provincia de Tucumán, considerando que ésta era una excelente “caballería” para
las tropas destinadas al Perú, aumentando así las fuerzas para reemplazar la
falta de armas de fuego. Simultáneamente, la Junta acuerda que todos los
sargentos del Ejército usen alabarda, para que los fusiles puedan ser usados
por otros tantos soldados.
La penuria por obtener armas debe haber sido muy grande para
nuestros hombres de Mayo, porque casi dos años después de los bandos a que se
hizo referencia, un decreto firmado por Chiclana, Sarratea y Paso, sigue
solicitando la entrega de toda arma de chispa o blanca que se halle en manos de
particulares, sean éstas de propiedad privada o del Estado (desde luego del
Rey) y aplicando esta vez hasta la pena de muerte a quien las ocultare.
Nuevamente el fisco vuelve a quedarse con la mayor parte de los quinientos
pesos de gratificación que se otorgaba a quien descubriese al que tenía armas,
pues esta vez el denunciante sólo se llevaba un tercio de dicha suma y el resto
quedaba para el Estado.
Como se ve el virreinato no contaba con armamentos
suficientes para empeñarse en acciones de guerra de alguna importancia.
Fundamentalmente, esto se debió a dos razones; primero, conflictos de
importancia no existieron, fuera del de Colonia de Sacramento, al que ya se
hizo referencia, y luego no interesaba al poder real el dar armas a los más
ilustrados hijos de España, como eran los criollos que vivían en Buenos Aires y
sus zonas de influencia.
La metrópoli mantenía el centro de gravedad del poder
militar en el Perú; por lo tanto, las armas que arribaban al Río de la Plata en los buques, o iban
hacia el norte, o regresaban a Europa en esos mismos buques.
La verdadera arma que logra la grandeza de un país es la
fuerza empeñada en el esfuerzo común por el corazón de sus habitantes, hacia un
objetivo también común que le haga alcanzar la grandeza que ellos pretendan
darle.
Fuente
Fontanarossa, José – Armas blancas y de fuego durante la
época virreinal – Bol. Del Centro Naval – Buenos Aires (1976).
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