Fueron apresados al norte de la provincia y conducidos a
esta ciudad. Hipólito Vieytes, comerciante porteño que acompañaba al ejército
como representante de la Junta, exhibió una orden secreta de ésta que disponía
que fuesen arcabuceados "en el momento en que todos o cada uno de ellos
sean pillados (...) sin dar lugar a minutos que proporcionaren ruegos y
relaciones capaces de comprometer el cumplimiento de esta orden". Está
fechada el 28 de julio de 1810 y no revela los motivos de tamaña decisión. Tan
sólo invoca "los sagrados derechos del Rey y de la Patria", a la vez
que aclara que "este escarmiento debe ser la base de la estabilidad del
nuevo sistema".
A sangre y fuego
Al conocerse la noticia en Córdoba, la reacción no se hizo
esperar. Unánimemente, la población expresó su repudio y solicitó a Ortiz de
Ocampo que no le diere cumplimiento. Hasta el mismo deán Funes dice en su
autobiografía que "no pudo oír sin estremecerse una resolución tan cruel
como impolítica, pues que a su juicio ella iba a dar a la Revolución un
carácter de atrocidad y de impiedad".
En un gesto que lo ennoblece, Ocampo se negó a cometer
tamaño crimen y dispuso el traslado de los presos a Buenos Aires, pero enterado
de ello el secretario Mariano Moreno se indignó de tal manera, que logró que
fuese destituido y que se enviase al vocal Juan José Castelli a cumplir la
orden. Es bien sabido que Castelli hizo fusilar por medio de un piquete de
soldados ingleses a Gutiérrez de la Concha, Liniers, Allende, Moreno y
Rodríguez. El obispo Orellana salvó su vida gracias a su investidura religiosa
y fue enviado prisionero a Luján.
La mezcla de consternación y repulsa que tan cruel
disposición causó en el ánimo de los cordobeses difícilmente pueda ser
expresada. Al igual que en la Revolución Francesa, el terror comenzaba a
prevalecer entre nosotros, cobrando sus primeras e inútiles víctimas en las
personas de cinco ilustres y respetados ciudadanos, uno de ellos héroe de las
Invasiones Inglesas.
Cuenta la tradición que en la corteza de un árbol
aparecieron escritos los apellidos de los cinco ajusticiados y del obispo,
formando con sus iniciales la palabra "Clamor" (Concha, Liniers,
Allende, Moreno, Orellana y Rodríguez), expresión del sentimiento que despertó
tamaña ferocidad.
La revolución se impuso pues en Córdoba a sangre y fuego,
pero lejos de arraigar en el corazón de nuestros antepasados, generaba en su
ánimo fundadas reservas. El ejército porteño, que ocupaba las instalaciones del
Monserrat, procedió a destituir a los miembros del cabildo y el 15 de agosto
hizo asumir como gobernador al coronel Juan Martín de Pueyrredón, designado por
la Junta.
El desagrado cundió hasta entre los más entusiastas
partidarios de la revolución. Ambrosio Funes, hermano del deán y junto a él los
dos únicos cordobeses que la apoyaban, escribía a doña Margarita de Melo en
estos términos: "¿Hasta cuándo quieren ser bulliciosos esos porteños? De
modo que de guapos sólo se quieren pasar y ahora también se les pone venir a
conquistar cordobeses...".
Por Prudencio Bustos Argañaraz (Especial)
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