La fama de Justo Suárez en el boxeo fue tan efímera como grande. Una calle lleva su nombre y tuvo tango y cuento de Cortázar.
La historia, aunque tuvo una etapa con mucho brillo, podría titularse
como aquella primera novela de Osvaldo Soriano: “Triste, solitario y
final”. Porque el personaje, que fue el primer gran ídolo del deporte en
Buenos Aires y, por extensión, en la Argentina, terminó en la miseria
más absoluta y lejos de aquellas glorias que fueron tan efímeras como
una golosina.
Su nombre era Justo Antonio Suárez, pero la gente lo
llamaba “El Torito de Mataderos”, como lo había bautizado un
periodista, que mezcló su coraje para abrirse camino a las trompadas,
con la esencia del barrio donde nació y se crió. Es que las trompadas no
sólo eran las que de manera desprolija empezó a tirar y recibir a los 9
años en un ring de la calle Guaminí, la misma donde tenía su casa.
También eran esas, las de un hogar con más hambre que comida, que debió
aprender a esquivar desde siempre. Allí, ocupaba el lugar décimo quinto
(había nacido el 5 de enero de 1909) entre 25 hermanos paridos por su
madre María Luisa Sbarbaro.
Eran los tiempos en que trabajaba como
mucanguero, algo de lo peor. Consistía en juntar la grasa liviana, la
mucanga, que bajaba por las canaletas de los mataderos de su barrio. La
paga: diez centavos por cada tarro lleno. Pero a los 10 años lo vieron
corajear en el ring de una confitería “pituca” de la calle Florida y
entonces quedó ligado para siempre al boxeo. Los que lo vieron cuentan
que se movía con gran velocidad y que avanzaba pegando con certeza y
potencia. Eso empezó a convertirlo en ídolo de mucha gente que vivía
marginada: era uno de ellos que se abría paso hacia la cima de una
sociedad donde las diferencias se notaban y mucho.
A los 19 años
ya era todo un profesional. Y la gente de los barrios no dudaba en
subirse a la caja de modestos camiones para ir a ver las peleas del
“Torito”, siempre invicto. La cumbre llegó el 27 de marzo de 1930 cuando
Suárez le ganó por puntos a Julio Mocoroa, un estilista, y se quedó con
el título de campeón argentino de los livianos. La pelea se hizo en la
vieja cancha de River, en Alvear y Tagle. Cuentan que esa noche 40.000
personas colmaron el lugar. En medio de la crisis mundial, Suárez
aparecía como una figura que se alejaba de la pobreza. Hasta se había
casado casi en secreto con Pilar Bravo, una bella chica de Lanús que
trabajaba como telefonista.
Su fama era tal que Modesto Papávero
(el autor de “Leguisamo solo”) y Venancio Clauso, le dedicaron un tango:
“Muñeco al suelo”. Por entonces, Justo Suárez ya había probado suerte
en Estados Unidos, con resultado muy favorable: en cuatro meses hizo
cinco peleas, todas ganadas. La letra de Clauso decía: “De Mataderos al Centro / del Centro a Nueva York / seguí volteando muñecos / con tu coraje feroz”.
Y lo alentaba con otra estrofa: “
Cuando te pongan al frente / del mismo campeón del mundo / ponete esa
papa en la olla, cocinátela a la criolla y por cable la fletás” .
La
oportunidad de ir por el título mundial llegó poco después. Fue el
principio del fin. En la previa tuvo que enfrentar a Billy Petrolle, un
duro al que apodaban “La Fargo Express”, por su potencia. El “Torito”
perdió en 9 rounds, su primera derrota en la etapa profesional. La
vuelta tampoco fue triunfal y no sólo en lo deportivo: la tuberculosis
empezaba a afectarlo, junto con el divorcio de su mujer, que ya se había
alejado de él.
La última vez que lo vieron sobre un ring fue
frente a su amigo Juan Pathenay, que trató de no pegarle. Esa pelea
tuvieron que pararla porque Suárez no tenía fuerzas ni para defenderse.
Resultó tan triste que en el Parque Romano de Palermo esa noche todos
lloraron. Después, sin dinero y “con sus derrotas mordiéndole el alma”,
se fue a Cosquín, donde murió el 10 de agosto de 1938. Apenas tenía 29
años. En Buenos Aires, cuando sus restos llegaron a Retiro y se supo que
serían llevados directamente al cementerio de Chacarita, una multitud
levantó el ataúd y lo llevó hasta ese Luna Park que lo había visto
triunfador y donde unos años antes, por diferencias con los promotores,
le habían prohibido la entrada.
En Mataderos, una calle lleva su
nombre. Y Julio Cortázar lo inmortalizó en “Final del juego” con un
cuento que se titula “Torito”. Con los años, muchos pensaron que las
penurias de la corta vida de Justo Suárez después se repitieron en otra
figura del boxeo que generó idolatría y también detractores. Ese hombre
se llamó José María Gatica. Pero esa es otra historia.
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