Unitarios contra federales. Federales contra unitarios. Hemos escuchado y leído tantas veces este violento enfrentamiento que es imposible no pensar en que se trataba de dos bandos claramente diferenciados y opuestos. Con lo que hasta aquí hemos visto, ya podemos advertir que las cosas fueron bastante más complejas. En este sentido conviene recordar que las vidas de Dorrego y Lavalle —los protagonistas por excelencia de ese dramático momento— tenían varios puntos en común. Ambos habían nacido en Buenos Aires, el primero en 1787 y el segundo diez años después. Ambos pertenecían a su elite aunque no a las familias más encumbradas. Ambos estaban en Chile cuando se produjeron los acontecimientos de 1810 y se sumaron a las fuerzas revolucionarias. Ambos ascendieron en el escalafón militar durante las guerras de la independencia, Dorrego en el Ejército Auxiliar del Perú y Lavalle en el de los Andes. Así, el enfrentamiento que protagonizaban en 1828 era el signo más claro del desgarramiento profundo que sacudía a la elite revolucionaria tras veinte años de revolución y guerra.
No extraña, entonces, que el trágico final de Dorrego se transformara en un episodio emblemático de la larga guerra civil en que había devenido la lucha por la independencia y que habría de enardecerla. No casualmente, todavía en 1998 Pedro Orgambide podía dar a conocer una novela que, justamente, se titulada Una chaqueta para morir, recuperando el extremo dramatismo del episodio que hemos relatado. No casualmente, una y otra vez, este momento emblemático fue visitado desde la literatura, la pintura, el teatro o el cine. No podemos aquí abundar en ello pero conviene recordar que este episodio fue elegido por Max Gallo para desarrollar el primer film de ficción de nuestra filmografía en 1909. Es imposible resumir las múltiples lecturas que habilitó esta muerte en nuestra literatura, sea en las páginas que le dedicaron Esteban Echeverría, Domingo Faustino Sarmiento o Bartolomé Mitre en el siglo XIX como las que en el siguiente le destinaron Jorge Luis Borges, Ernesto Sabato o David Viñas, para no traer a colación la vastísima producción historiográfica que se ha ocupado de la trayectoria y muerte de Dorrego.
Sin embargo, no por transitado el tema puede darse por definitivamente resuelto pues muchos nuevos interrogantes pueden formularse. Por eso conviene partir de un reconocimiento preliminar: la muerte de Dorrego impactó profundamente en la sociedad de la época, aun entre quienes simpatizaban en ese momento con Lavalle. Y, mucho más, entre quienes habían sido sus seguidores. Así, en poco tiempo se multiplicaron las coplas y los cielitos populares narrando su drama y clamando venganza.
Por supuesto que no era la primera vez que se aplicaba la pena de muerte, aunque, bueno es recordarlo, esta forma de castigo se había tornado mucho más frecuente durante los años revolucionarios.
Tampoco era la primera vez que un grupo político triunfante apelaba a un expediente tan drástico para acabar con un líder opositor. Por lo pronto, en 1810 la junta revolucionaria se había desembarazado de este modo de Santiago de Liniers, el líder de la reconquista de Buenos Aires en 1806, que para entonces se había convertido en el jefe de la oposición al gobierno revolucionario. Dos años después, el mismo final había tenido Martín de Álzaga, líder de la defensa de la ciudad en 1807, acusado de tramar una conspiración realista contra la revolución.
Ambos eran, sin duda, enemigos de temer, quizás los únicos que podían darles a las fuerzas contrarrevolucionarias un basamento popular. Pero ahora no se ajusticiaba a un enemigo de la revolución. Por el contrario, Dorrego era una figura que había acumulado indudables pergaminos durante la lucha independista y quien había ordenado su muerte, también. Sin duda, las trayectorias políticas de Liniers o Álzaga tenían poco que
ver con la de Dorrego pero, sin embargo, algo las unía y no era sólo el destino: los tres tenían, en su momento y a su modo, un enorme ascendiente en los sectores bajos de la sociedad y por eso eran tan temibles.
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