Protegida de Bartolomé Mitre, íntima de Julio A. Roca –de quien se cuenta que fue amante–, ya en vida estuvo rodeada por un aura mitológica. Hoy, a 140 años del nacimiento de “la primera escultora argentina”, se sucederán los homenajes que recuerden algunos de estos detalles biográficos e incluso su apabullante ritmo de trabajo. Pero aún resta por parte de la sociedad una reparación con su legado artístico, tan clasicista como impresionante, que sigue opacado por su privilegiada relación con el poder político de entonces.
La vida de la escultora tucumana Lola Mora está poblada de cosas que no se saben, y por lo tanto de rumores y ambigüedades. Por empezar, su fecha de nacimiento. Según su acta bautismal, llegó al mundo el 22 de abril de 1867, pero la versión de que nació el 17 de noviembre de 1866, dada por una vecina de la localidad salteña de El Tala, fue adoptada con rara conformidad por la mayoría de sus biógrafos e incluso por el Congreso Nacional, que estableció en esa fecha el Día Nacional del Escultor. Dicha vecina habría conversado con Lola Mora en 1933, cuando, rendida del intento de extraer petróleo de las montañas del Norte, pasaba por El Tala antes de regresar, envejecida y agotada, a Buenos Aires. Fue un regreso sin gloria, desde luego.
La gloria la había abandonado hacía tiempo, y esto no es decir poco. En mejores momentos, Mora había acaparado los encargos escultóricos oficiales, en una Buenos Aires que quería poblarse de carísimas estatuas conmemorativas y alegorías patrióticas. En mejores épocas, Mora había vivido y trabajado en el exclusivo barrio romano de Ludovisi, recibiendo una constante atención de la prensa italiana y argentina, y también la visita de las reinas Elena y Margarita. Había sido protegida de Bartolomé Mitre e íntima de Julio A. Roca. Se dio el lujo de viajar, de vivir sola (hasta su malogrado matrimonio en 1909, con un joven 17 años menor que ella) y de tomar las decisiones que se le antojaron. Pero, sobre todo, se dio el gusto de erigir y emplazar la única gran obra que nadie le encargó: su Fuente de las Nereidas, conjunto todavía impactante por el que todos la conocen.
¿Pero quién la conoce realmente? Se dice que fue amante de Roca, o que fue bisexual, o que se casó para apagar rumores o que sus sobrinas, tras su muerte, quemaron las cartas que probaban todo lo anterior. Como “primera escultora argentina”, se la suele recordar más por haber sido una provinciana menuda, que se calzaba pantalones para trabajar el durísimo mármol de Carrara, que por lo que aportó a las artes nacionales. Los homenajes que se le rinden vienen de asociaciones de mujeres (aunque Mora estuvo lejos de las reivindicaciones de género de principios del siglo XX, algo que muchas feministas no le perdonan) y de círculos oficiales, pero no del mundo de las artes.
Es cierto que se ciñó a los preceptos clásicos y que no rompió con ningún canon, pero también es cierta su precisión técnica, la manera peculiar en la que combinó el naturalismo con la iconografía clásica, su privilegiada inteligencia para concebir el espacio y, desde luego, su talento natural. El radicalismo en ascenso atacó su obra con argumentos inválidos desde el punto de vista artístico, expulsando sus alegorías del Congreso, rescindiendo su contrato para hacer el Monumento a
Tras quince años de trabajo febril, Mora se convertía en el chivo expiatorio del conservadurismo en retirada y, tras muchas humillaciones, abandonaría la escultura para siempre. De algún modo, su creación quedó opacada por su privilegiada relación con el poder. Y tal vez allí esté el origen de la razón por la cual, hasta hoy, no se haya hecho ningún estudio profundo y sistemático de su obra. A 140 años de su nacimiento, distintos homenajes recordarán su vida, sus relaciones y su apabullante ritmo de trabajo. Pero todavía falta un compromiso cabal con su legado artístico.
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