lunes, 13 de septiembre de 2010

Biblioteca Nacional – parte 1

Hasta 1936, todos cuantos escribieron aun de refilón sobre Mariano Moreno habrían considerado incompleta su historia de no repetir en ella la afirmación de que “fundó” la Biblioteca Nacional. Este suceso era presentado como una hazaña hercúlea, y ningún historiador hubiera osado omitirlo, por ser el único hecho concreto en la retahíla de afirmaciones grandilocuentes que contribuyó a difundir y acreditar el error.

Sin embargo, la fundación de nuestra Biblioteca Nacional por Mariano Moreno, es el más endeble artificio de la historia argentina. Ha circulado un siglo sin observación de nadie, pero ha entrado ya en el período de una galopante desmonetización.

Citemos unas palabras de Mitre, que otrora contribuyó a difundir y acreditar el error: “Así es como la crítica histórica –dice-, apoyada en los documentos va destruyendo los juicios infundados y vulgares de esa especie de tradición, que no es sino la murmuración póstuma, que llega a confundirse con aquélla. Pasa de boca en boca, como corre de mano en mano la moneda de mala ley, confundida con la buena, hasta que alguno se le ocurre ensayarla y encuentra que es falsa”. (1)

Exactamente eso venía ocurriendo desde tiempo inmemorial. Nuestros historiadores recibieron y fueron pasándose aquella moneda y así anduvo por cátedras y escuelas, hasta que a alguien se le ocurrió ensayarla y descubrió la falsificación.

¿Pero por qué motivos causó tanto escándalo una denuncia de falsedad, que en otra oportunidad habrían agradecido aun los que inocentemente cayeron en el error? Porque la figura de Mariano Moreno es tabú, y la fundación de la Biblioteca era su mejor título de gloria.

Como el libro ha llegado a ser el símbolo de nuestra civilización, cualquier libro, hasta el más inmoral y pernicioso, adquiere a los ojos de ciertas personas un carácter divino, y las bibliotecas son sus templos sacrosantos.

El libro es un dios; la biblioteca es un templo, y puesto que Mariano Moreno fundó la Nacional, hay que venerarlo más que a Belgrano, que fundó la bandera, más que a San Martín, que fundó la patria.

¿De dónde salió la primera versión, que como bola de nieve rodó cuesta abajo y se transformó en la imponente patraña que tanto nos ha costado poner en tela de juicio?

Ningún otro capítulo de la historia argentina ha sido tan adulterado como éste. Unos con malicia y otros con ingenuidad, sin averiguar los fundamentos de la noticia, la han reproducido y la han afianzado. Decimos que la han afianzado, porque nunca dijeron de dónde la habían tomado.

Si lo hubieran dicho, se habría visto que todos copiaban textualmente a alguien, cuyo testimonio era muy discutible. Es claro que un historiador no puede allegar él solo todos sus materiales. Forzosamente ha de aprender algo de otro. Hay hechos aceptados universalmente, que es necedad y presunción ponerse a discutir. Pero no conviene trabajar con herramientas prestadas, ni mirar siempre las cosas con los ojos sin ojos de las calaveras.

Confesamos no ser fácil rastrear el origen de ciertas especies que habiendo circulado durante mucho tiempo, en libros de todo tamaño, aspiran a convertirse en axiomas históricos, que no se demuestran. El historiador que repite asertos vulgares nunca dice de dónde los toma. Sólo cuando una afirmación ha sido extraída personalmente de un documento inédito, de un archivo inexplorado, suele referir con fricción la procedencia de sus datos. Pero cuando los toma de otro autor, mayormente si es un autor de segundo orden o de poco crédito, considera indigno mencionarlo.

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