Despreocupado, ciego por su fe como siempre, Dorrego se encuentra prácticamente solo en el Fuerte. Rosas había rumbeado para la campaña para ponerse a salvo porque la revolución era un secreto a voces. Sin embargo, Manuel no cree en ella. A las tres de la mañana, cuando alguien le cuenta que la sublevación ya está en marcha, le dice a sus colaboradores: "Ya verán, ustedes, Lavalle es un bravo a quien han podido marear sugestiones dañinas, pero dentro de dos horas será mi mejor amigo". Entonces, envía a su edecán, el coronel Bernardo Castañón, a llamar al conjurado para conferenciar en el Fuerte.
Castañón cruza toda la ciudad y se presenta ante el General de sangre noble, descendiente de Hernán Cortés. Le trasmite el mensaje ameno del gobernador y Lavalle, con el ceño fruncido, con cara de prócer ante la inmortalidad y mirada gélida le contesta con mezcla de pompa y desprecio: "Dígale usted al coronel Dorrego que mal puede ejercer mando sobre un jefe de la Nación como es el general Lavalle quién como él ha derrocado las autoridades nacionales, para colocarse en un puesto del que lo haré descender; porque tal es la voluntad del pueblo al cual tiene oprimido.
Dígale que dentro de dos horas iré a la cabeza de mis lanceros a echarlo a patadas de un puesto que no merece ocupar". Detrás del blondo General, la voz corrompida de Rauch, recientemente destituido por Dorrego, agrega jocoso: "Y a levantarle el mate, si se resiste".
El edecán de Dorrego le advierte a Lavalle de las graves consecuencias que le puede traer su actitud, pero el altivo General le responde: "Vaya y dígale a Dorrego lo que vio y escuchó".
(…)
–Vaya usted e intíme al prisionero que dentro de una hora será fusilado –le ordena Lavalle a Elías, que lo mira con el rostro desencajado por el estupor.
(…)
–Vaya usted e intíme al prisionero que dentro de una hora será fusilado –le ordena Lavalle a Elías, que lo mira con el rostro desencajado por el estupor.
Ya está dada la orden. El General de ojos celestes se ha hundido en una profunda amargura. Ha entrado en un laberinto sin muchas convicciones y se ha perdido. Maldice a esos hombres de negocios, a esos doctores que nunca se han manchado las manos con sangre, ni la propia ni la de los enemigos, masculla su desprecio contra esos leguleyos hipócritas que lo convencieron de hacer el trabajo sucio. Como Juan Cruz Varela, el poeta de versos clásicos, que le escribe el 12 de diciembre a las 10 de la noche: "Después de la sangre que se ha derramado en Navarro, el proceso del que le ha hecho correr, está formado; esta es la opinión de todos sus amigos de usted; esto será lo que decida de la revolución; sobre todo, si andamos a medias [...] En fin, usted piense que 200 y más muertos y 500 heridos deben hacer entender a usted cuál es su deber [...] Este pueblo espera todo de usted, y usted debe darle todo. Cartas como estas se rompen, y en circunstancias como las presentes, se dispensan estas confianzas a los que usted sabe que no lo engañan, como su atento amigo y servidor".
"Cartas como estas se rompen", repite Lavalle, que no entiende por qué hay que ocultar la verdad si está sustentada por la razón y la necesidad política. Por eso, él, que está convencido de que está cumpliendo con su deber histórico no solo no rompe ese tipo de cartas sino que las guarda. No lo hace para deslindarse de la responsabilidad en el juicio futuro: lo hace para condenar a esos hombres a la vergüenza de la historia.
http://www.revista-noticias.com.ar/.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario