A fines de marzo de 1841 el señor Leonardo de Souza Acevedo Leite, cónsul general de Portugal, recibió del ministro de ese gobierno en Dinamarca una nota en la que le pedía se sirviese entregar al general Juan Manuel de Rosas una caja con medallas, y un oficio lacrado dentro del cual iba la llave de la caja; todo lo que se le adjuntaba, y que dedicaba a dicho general la Sociedad de Anticuarios del Norte. El señor Acevedo Leite, aprovechando la primera oportunidad que le presentó la partida del almirante Dupotet para Buenos Aires, remitió por medio de Bazaine, edecán de este último, la caja y el oficio, más una nota suya, al general Rosas. Balzaine entregó todo ello en manos de Manuela Rosas, y ésta se dirigió inmediatamente a mostrárselo a su padre.
Rosas trabajaba inclinado sobre una mesa, en su misma alcoba, y le dijo que dejase el presente encima de la cama, la cual venía a quedar a sus espaldas y a menos de un metro del asiento que ocupaba, dando el frente a la puerta que servía de entrada a esa habitación. Como Manuelita permaneciese allí contra su costumbre a esas horas, en que a no ser por grande urgencia, solamente los oficiales del despacho interrumpían la ruda labor que se imponía el gobernador, éste la inquirió con la mirada y ella se vio obligada a retirarse, poseída de esa curiosidad de niña, que hace recorrer súbitamente a la imaginación la escala de las conjeturas múltiples, de las inquietudes vagas, hasta de los temores inexplicables; como se lo manifestara al propio Adolfo Saldías, cuando departiera con él en Londres sobre este y otros sucesos de esa época.
A la caída de la tarde volvió Manuelita. Su padre trabajaba todavía. Probablemente no se había movido de la silla desde mediodía en que lo vio. La caja estaba en el mismo sitio, y los oficios cerrados como ella los dejó… ¿Podía saberlo ella acaso? Aquello era como la estatua de Diana en el templo de Táurida. Orestes sería aquí cualquiera que la tocase. Tocarla era morir. Siquiera en el drama de Eurípides, realzado por Goethe, lo consiguió felizmente el amor sublime de Ifigenia triunfante sobre el corazón del salvaje rey Thoas. Aquí se trataba de un drama de sangre, en el que no campeaban más sentimientos que el odio y la venganza. Y Rosas supuso que su hija, como siempre solícita, venía a invitarlo a comer. Pero como permaneciese allí a pesar de que él seguía escribiendo, y de que no colocaba el tintero sobre el montón de notas, estados, cuentas y borradores que atestaban su mesa, que así era cómo significaba la interrupción de su labor hasta otro momento, dedujo que su hija deseaba algo más.
- Vea niña, le dijo, usted tiene mucha curiosidad de ver esa caja, Llévela no más, y luego sabré lo que contiene.
- Hay también unos oficios….. observó Manuelita.
- Abralos, niña, ábralos también.
Atentado fallido
Manuelita Rosas llevó la caja y los oficios a sus habitaciones donde se encontraba Telésfora Sánchez que la acompañaba habitualmente. Rasgó el oficio del cónsul Leite, se informó de él rápidamente, rasgó el otro en que venía la llave, y entonces ya no fue cuestión más que de unas tijeras para descoser el forro del paño blanco de la caja. Pero las visitas cotidianas interrumpieron esta tarea. La conversación se prolongó después de la comida hasta pasada media noche. Recién en la mañana siguiente, esto es el 28 de marzo, Manuelita, su amiga y su sirvienta de confianza Rosa Pintos, atacaron decididamente la abertura de la caja. Manuelita tenía la caja sobre sus rodillas, mientras su amiga y la negrita acababan de descoser el forro. Cuando introdujo la llave y la hizo girar en la cerradura, la tapa de la caja se levantó súbitamente como dos pulgadas, produciendo ese ruido seco de un hierro o gozne que se quiebra. Telésfora Sánchez creyó ver algo como tubos o cilindros de bronce dentro de la caja, y lo propio observó Manuelita inclinándose.
Sin darse cuenta de la realidad cerró vivamente la caja, y se dirigió con ella a las habitaciones de su padre que trabajaba en su sitio habitual. Apenas le dijo lo ocurrido, Rosas arrojó la pluma con que acababa de hacer algunas correcciones a varias notas, se puso de pie bruscamente y por un movimiento instintivo, sacó la caja de manos de su hija y la colocó encima de su cama. En el instante en que Rosas se inclinaba para abrir la caja a la que cubría por decirlo así, con su cabeza y con su pecho, estaba a sus espaldas, con unos papeles en la mano, el oficial de su secretaría Pedro Regalado Rodríguez, girando un poco más hacia su izquierda, creyó distinguir dentro de la caja algo como fulminantes o pistones, y adelantándose un paso dijo:
- Señores, parece que hay un gatillo…- ¡Que diablos de salvajes unitarios!, exclamó Rosas sin cambiar de posición.
El gobernador permaneció impasible un momento, después del cual hizo aproximar a Rodríguez y le dijo: “Vea, son diez y seis cañones cargados a bala y ligados a los lados de la caja de modo que explotasen al abrirla. Uno solo bastaba para matar a mi hija siendo así que venía destinado para mi”. Su hija rompió a llorar entre sus brazos.
Rosas trabajaba inclinado sobre una mesa, en su misma alcoba, y le dijo que dejase el presente encima de la cama, la cual venía a quedar a sus espaldas y a menos de un metro del asiento que ocupaba, dando el frente a la puerta que servía de entrada a esa habitación. Como Manuelita permaneciese allí contra su costumbre a esas horas, en que a no ser por grande urgencia, solamente los oficiales del despacho interrumpían la ruda labor que se imponía el gobernador, éste la inquirió con la mirada y ella se vio obligada a retirarse, poseída de esa curiosidad de niña, que hace recorrer súbitamente a la imaginación la escala de las conjeturas múltiples, de las inquietudes vagas, hasta de los temores inexplicables; como se lo manifestara al propio Adolfo Saldías, cuando departiera con él en Londres sobre este y otros sucesos de esa época.
A la caída de la tarde volvió Manuelita. Su padre trabajaba todavía. Probablemente no se había movido de la silla desde mediodía en que lo vio. La caja estaba en el mismo sitio, y los oficios cerrados como ella los dejó… ¿Podía saberlo ella acaso? Aquello era como la estatua de Diana en el templo de Táurida. Orestes sería aquí cualquiera que la tocase. Tocarla era morir. Siquiera en el drama de Eurípides, realzado por Goethe, lo consiguió felizmente el amor sublime de Ifigenia triunfante sobre el corazón del salvaje rey Thoas. Aquí se trataba de un drama de sangre, en el que no campeaban más sentimientos que el odio y la venganza. Y Rosas supuso que su hija, como siempre solícita, venía a invitarlo a comer. Pero como permaneciese allí a pesar de que él seguía escribiendo, y de que no colocaba el tintero sobre el montón de notas, estados, cuentas y borradores que atestaban su mesa, que así era cómo significaba la interrupción de su labor hasta otro momento, dedujo que su hija deseaba algo más.
- Vea niña, le dijo, usted tiene mucha curiosidad de ver esa caja, Llévela no más, y luego sabré lo que contiene.
- Hay también unos oficios….. observó Manuelita.
- Abralos, niña, ábralos también.
Atentado fallido
Manuelita Rosas llevó la caja y los oficios a sus habitaciones donde se encontraba Telésfora Sánchez que la acompañaba habitualmente. Rasgó el oficio del cónsul Leite, se informó de él rápidamente, rasgó el otro en que venía la llave, y entonces ya no fue cuestión más que de unas tijeras para descoser el forro del paño blanco de la caja. Pero las visitas cotidianas interrumpieron esta tarea. La conversación se prolongó después de la comida hasta pasada media noche. Recién en la mañana siguiente, esto es el 28 de marzo, Manuelita, su amiga y su sirvienta de confianza Rosa Pintos, atacaron decididamente la abertura de la caja. Manuelita tenía la caja sobre sus rodillas, mientras su amiga y la negrita acababan de descoser el forro. Cuando introdujo la llave y la hizo girar en la cerradura, la tapa de la caja se levantó súbitamente como dos pulgadas, produciendo ese ruido seco de un hierro o gozne que se quiebra. Telésfora Sánchez creyó ver algo como tubos o cilindros de bronce dentro de la caja, y lo propio observó Manuelita inclinándose.
Sin darse cuenta de la realidad cerró vivamente la caja, y se dirigió con ella a las habitaciones de su padre que trabajaba en su sitio habitual. Apenas le dijo lo ocurrido, Rosas arrojó la pluma con que acababa de hacer algunas correcciones a varias notas, se puso de pie bruscamente y por un movimiento instintivo, sacó la caja de manos de su hija y la colocó encima de su cama. En el instante en que Rosas se inclinaba para abrir la caja a la que cubría por decirlo así, con su cabeza y con su pecho, estaba a sus espaldas, con unos papeles en la mano, el oficial de su secretaría Pedro Regalado Rodríguez, girando un poco más hacia su izquierda, creyó distinguir dentro de la caja algo como fulminantes o pistones, y adelantándose un paso dijo:
- Señores, parece que hay un gatillo…- ¡Que diablos de salvajes unitarios!, exclamó Rosas sin cambiar de posición.
El gobernador permaneció impasible un momento, después del cual hizo aproximar a Rodríguez y le dijo: “Vea, son diez y seis cañones cargados a bala y ligados a los lados de la caja de modo que explotasen al abrirla. Uno solo bastaba para matar a mi hija siendo así que venía destinado para mi”. Su hija rompió a llorar entre sus brazos.
Fuentes
* Antook – La Máquina Infernal, Buenos Aires (2007).
* Antook – La Máquina Infernal, Buenos Aires (2007).
* Oscar J. Planell Zanone / Oscar A. Turone – Patricios de Vuelta de Obligado.
* Saldías, Adolfo – Historia de la Confederación Argentina.
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