El detrás de escena del levantamiento militar de 1955 que
derivaría en la proscripción del peronismo durante 17 años. Lealtades,
traiciones y fallos estratégicos.
Los sectores golpistas de las Fuerzas Armadas creían que la
formación de las milicias era inminente. Y si no lo creían, lo decían. Era
un argumento para sumar fuerzas a la rebelión. La quema de iglesias y la
violencia discursiva de Perón fueron disparadores para la organización de un
nuevo alzamiento.
El 2 de septiembre, el general Dalmiro Videla Balaguer,
que había recibido la medalla a la “lealtad peronista” por su actuación en el
bombardeo de junio, intentó sublevar la guarnición militar de Río Cuarto, en
Córdoba, junto con otros cinco oficiales. El movimiento fracasó, se fugaron y
no pudieron ser capturados. Fue el primer indicio.Perón no depuró de las filas
castrenses a los sectores golpistas, tampoco realizó una reestructuración que
favoreciera a los suboficiales que se mantenían leales a su mando.
Uno de los focos de la conspiración lo lideraba el general
retiradoEduardo Lonardi que ya se había levantado contra Perón en
1951. Permaneció casi un año en prisión. Pero entre ellos había un antecedente
más personal: en 1937, mientras servía en la agregaduría militar de la
embajada en Santiago de Chile, el mayor Perón había tendido una red de
espionaje que le proveía información sobre movimientos de tropas y compras de
armas del ejército local. La red fue descubierta cuando él ya había
abandonado la embajada y el caso estalló en las manos de su reemplazante, el
mayor Lonardi, quien fue deportado de Chile por orden del presidente Arturo
Alessandri Palma.
Lonardi representaba a sectores nacionalistas y católicos
del Ejército. Fue el coronel Arturo Arana Ossorio, de artillería, católico
y también rebelde en el ’51, quien lo entusiasmó para liderar la sublevación.El
16 de septiembre de 1955, Lonardi tomó las escuelas militares de Córdoba. Los
comandos civiles armados acompañaron su misión. El último bastión fue la
policía local, que no se rindió y enfrentó a los insubordinados. Para la
Marina, el alzamiento no resultó sencillo. Tomaron la base de Puerto Belgrano,
en Bahía Blanca, pero el avance sobre la de Río Santiago, en La Plata, fue
rechazado por el fuego de la artillería y la aeronáutica leales.
El general Pedro Eugenio Aramburu, que dudó en un
primer momento de colocarse al frente del movimiento militar, viajó a Curuzú
Cuatiá, en Corrientes, para tomar un regimiento. Al llegar tarde, su
objetivo fracasó. Entonces huyó y dejó a la deriva a las tropas sublevadas.
Dos días después del alzamiento, los rebeldes estaban
acorralados. En Córdoba, diez mil hombres de las tropas leales habían
recuperado el aeropuerto. La base de Río Santiago había sido recuperada. Las
guarniciones de Capital Federal no se habían levantado. Lonardi estaba a punto
de rendirse. Solo la Marina de Guerra alzada, que había bombardeado la
destilería de petróleo de Mar del Plata y amenazaba con continuar el ataque
sobre los depósitos de La Plata, Dock Sud y Capital Federal, daba un poco
de aliento al plan rebelde.
Pese al cuadro favorable, el día 19 de septiembre, Perón
renunció con un mensaje ambiguo, que el general Lucero transmitió por la
cadena oficial, para asegurar una “solución pacífica”. Algunos oficiales
le pidieron continuar la lucha, pero el jefe de Estado no varió su posición. Delegó
el poder en una junta de generales, que se vio obligada a pedir una
tregua a los insurrectos cuando estaban a punto de dar por finalizada su
sublevación. Al día siguiente, la junta parlamentó con el almirante Isaac
Rojas en un buque de guerra y acordaron la cesión del poder.
Si Perón esperaba que su decisión generara un nuevo 17 de
octubre y la indignación popular lo repusiera en el poder, el cálculo político
falló.
Algunos grupos sindicales habían reclamado armas para
defender al gobierno —que le fueron negadas—, pero la nueva conspiración
militar no desencadenó un estado de movilización en el peronismo. La CGT
se mantuvo a la expectativa. Lo mismo sucedió en el Ejército. La mayoría de los
oficiales estaban decepcionados con Perón —en especial por la quema de las
iglesias—, pero no promovieron su derrocamiento porque se sentían ajenos a las
luchas políticas. Sumidos en la incertidumbre, los leales, o mejor dicho
los “legalistas”, demoraron la tarea: habían reprimido sin convicción.
El 21 de septiembre de 1955 Lonardi asumió como “presidente
provisional” de los argentinos y dos días después ingresó en la Casa Rosada. La
Plaza de Mayo fue desbordada por el festejo. Perón se había embarcado en
un buque de guerra paraguayo y emprendió viaje hacia ese país. No quería
sentirse responsable de una guerra civil. Abandonó el poder y no hizo
nada, ni dejó que nadie lo hiciese, por Evita. El padre Hernán Benítez le
pidió unas líneas de autorización para que la madre retirara el cadáver
embalsamado de su hija del salón de la CGT. No se las concedió. Perón
volvería al país diecisiete años después.
* Fragmento de Argentina. Un siglo de violencia
política 1890-1990. De Roca a Menem. La historia del país. (Sudamericana)
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