El cuestionable espectáculo de las “corridas de toros”,
pasión exportada por los españoles a América, tuvo como primer escenario una
pequeña plaza en Monserrat, inaugurada el 14 de octubre de 1791. Fue la primera
Plaza de Toros que tuvo Buenos Aires y fue construida en 1791 por el carpintero
RAIMUNDO MARINO, en el llamado “hueco de Monserrat”, actual manzana comprendida
entre las calles Belgrano, Lima, Moreno y Bernardo de Irigoyen (Barrio de
Monserrat).
Tenía capacidad para dos mil personas y las autoridades se
instalaban en los balcones de la casa de la familia AZCUÉNAGA, sobre la llamada
“Calle del Pecado”. Alrededor de este circo se fueron estableciendo pulperías,
casas de juego y posadas frecuentadas por carreteros, changarines, negros
esclavos y libertos. A esta humilde franja de población se sumaban marginales
de todo tipo, y durante la noche el lugar pasaba de pintoresco a muy peligroso.
No por nada el pasaje que conducía a la plaza, era conocido
como la “calle del pecado”. Los toros, bestias bravas que eran traídas desde
Chascomús, muchas veces se espantaban y provocaban corridas entre los vecinos
del lugar. Estas molestias, en 1799, decidieron al virrey Avilés la demolición
de esta primera plaza de toros. Las obras se realizaron entre el 22 de octubre
y el 29 de julio de ese mismo año y ya en 1801, el Cabildo resolvió hacer
edificar una nueva y definitiva plaza en el Retiro y se le encargó el trazado
de los planos correspondientes al arquitecto y marino español MARTIN BONEO
(1745-1806).
Esta nueva plaza de toros, se construyó en los terrenos que
actualmente ocupa la Plaza San Martín, en Retiro. Tuvo un costo de 42.000 pesos
y fue inaugurada el 14 de octubre de 1801 con una gran fiesta en honor del príncipe
de Asturias que cumplía años ese día y durante años constituyó uno de los
mayores centros de reunión de los porteños y allí concurrían asiduamente
Saavedra, Moreno. Paso y otros miembros de la Primera Junta en 1810. Era una
imponente construcción octogonal con exterior de mampostería revocada en cal,
al estilo morisco. El interior era de madera, lo mismo que los palcos y las
gradas.
Tenía una capacidad para diez mil espectadores, que
resultaba escasa para todos los querían ingresar a los espectáculos que allí se
ofrecían. Disponía de todas las comodidades de sus similares de España: palcos
en la parte alta, guardabarreras, burladeros y hasta una capilla. La entrada
para presenciar “las corridas”, costaba entre dos y tres pesos. Un documento de
1805 informa que “la Plaza de Toros de Buenos Aires excede en hermosura y
firmeza a cualquiera de Europa”.
En 1806, durante las invasiones inglesas, esa Plaza de
Toros fue escenario de duros combates y sus muros quedaron en muy mal estado.
Desde entonces comenzó su decadencia que, sumada a las críticas de los
opositores, auguraban su inminente desaparición. Porque no toda la sociedad
estaba de acuerdo con estos espectáculos y muchos hacían oír sus protestas. Así
lo atestiguan algunas publicaciones de la época donde se dice del toreo: “Pasó
de la metrópoli a las colonias españolas esta pasión como la creencia en brujas
y duendes y el miedo de los demonios, íncubos, súcubos y fantasmas. Gran proeza
engañar y matar a un toro. ¿Pues no ha de ser el hombre más que el toro?”. Pero
aún “no le había llegado su hora”. Siguieron las corridas y el 11 de marzo de
1817 hubo corridas gratis para el pueblo, en celebracíón del triunfo de
Chacabuco y concurrieron seis mil personas.
Finalmente, en 1818 el Cabildo decidió volver a demoler la
plaza como reacción antiespañola. El 10 de enero de 1819 se realizó la última
corrida y el día siguiente comenzó la demolición. En 1820 ya no existía la
Plaza de Toros de Buenos Aire y Mitre expresó: “Las corridas de toros,
condenadas por la civilización, fueron abolidas por la revolución argentina,
como la inquisición, el tormento y otras costumbres abusivas” (ver ampliado en
“Las corridas de toro en Buenos Aires”)
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