EL TANGO: UN HAPPENING ORILLERO
Acodado en un rincón de la barra de El Viejo Almacén, atrincherado en la esquina sin ochava de Balcarce e Independencia, Rubén González Kosada (36, "contratista de obras y estudioso de las cosas de Buenos Aires", según su propia confesión) incurre en un anecdotario copioso, erudito, que trasciende los límites de lo meramente geográfico: "Todo el mundo sabe que los orígenes del tango son prostibularios por excelencia —supone G.K.—.
Estuvo ligado desde un principio a los lenocinios castrenses y en este sentido alcanzó su máximo apogeo durante la guerra con el Paraguay: fue en esos reductos, con toda seguridad, donde se lo tocó por primera vez. Los burdeles son, entonces, las primeras tanguerías del Plata. En aquella época la ciudad era muy chica, y lugares como la Boca, plaza Lavalle y el Once formaban los aledaños, las orillas, donde pululaban las casas públicas y las academias de baile, que al principio fueron sitios exclusivos de negros, que poco a poco admitieron a los soldados blancos".
"Hay crónicas de esa época —continúa el documentado González Kosada, mientras diluye su tercer whisky con algunas moléculas de agua— que ponen los pelos de punta. Se cuenta que una noche, en el almacén de Machado, que quedaba en Solís y Estados Unidos, una patota linchó a dos músicos que ocasionalmente estaban tocando allí, porque no pudieron reproducir un tango que los patoteros habían oído, un rato antes, en el lenocinio de la china Carmen, situado a pocos metros del boliche.
Hay algunos historiadores del tango que aseguran que fue precisamente en el almacén y alpargatería de Machado donde se lo bailó por primera vez; aunque a mí se me hace cuento que en una tienda de ramos generales, con despacho de bebidas, hubiera sitio y ambiente propicio para los danzarines. En fin, de cualquier forma, el tango y los boliches, con el tiempo, cambiaron mucho: ahora son para toda clase de público, antes eran sólo para los perdularios", dignifica G. K., interrumpiéndose solemnemente cuando Edmundo Rivero se aproxima al micrófono.
Mientras los aires melancólicos y canyengues de Sur resuenan en la voz de Rivero, un público atento y heterogéneo sigue con atención los devaneos del gesticulante cantor. Colmado en su totalidad, con muy pocas mesas vacías, el ambiente escenográfico de El Viejo Almacén responde a una línea coherente con el edificio y el barrio en que está situado: enredaderas que trepan sobre el bar, faroles vetustos rescatados de algún cambalache de San Telmo y un montón de antiguallas de todo tipo simulan un retazo del pasado.
Feligreses de edad madura, estudiantes de pocos ingresos, mujeres de exquisito toilette, ejecutivos calafateados en inesperados smokings y jovencitos enfundados en democráticos pulóveres deliran de entusiasmo cuando la voz profunda de Rivero desgrana las últimas estrofas: "Aquí el hombre de Buenos Aires puede encontrar su rostro personal; ese que había perdido en tantos años de andar desorientado, alejado de la música y de la auténtica fisonomía porteña —explicó a SIETE DIAS Edmundo Rivero (56, cinco hijos) en un paréntesis de su actuación—. El público de este Almacén se aferra a los viejos temas: parece que los argentinos somos tristes y evocativos", una incursión sociológica que podría ejemplificar un curioso fenómeno detectado por algunos estudiosos del tango. Las nuevas generaciones de artistas de la canción popular de Buenos Aires —se pretende— encontrarían cierta resistencia para imponer su modalidad renovadora. Circunstancia fácil de observar en casi todas las tangue-rías que recorrió SIETE DIAS: desde la ambientación hasta el repertorio tanguero procuran revivir los aires de otras épocas, cuando el tango no admitía competencia en el gusto de los parroquianos.
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