viernes, 3 de julio de 2015

Coronel Pascual Pringles: el honor de ser valiente – Parte 1



Fue un guerrero valiente y leal. Leal a su patria y leal consigo mismo. Vivió un tiempo de guerras y batallas, de tumultos y asonadas, de intrigas y violencias. Participó en las guerras de la Independencia bajo las órdenes de San Martín y Bolívar. Peleó en Junín y se dio tiempo para salvarle la vida al general Necochea. Bajo las órdenes de Sucre probó el filo de su espada en Ayacucho, la última batalla de la Independencia.
Su carrera militar fue breve. Apenas diez o doce años. Se inició como alférez, y cuando murió era coronel. No fue un militar de escritorio. A diferencia de nuestros contemporáneos, oyó silbar las balas, sintió la mordedura del plomo en la carne. Todos los ascensos los ganó en el campo de batalla. Allí también ganó las medallas y esas otras medallas que quedan marcadas para siempre en el cuerpo de un guerrero: las heridas y las cicatrices de las heridas.

Ganó y perdió batallas. Nunca se rindió. No concebía que un soldado se rindiera sin pelear hasta el último cartucho. “Hemos venido al Perú a pelear, no a rendirnos” le contestó a un asombrado oficial español que no terminaba de entender por qué, después de guerrear con quince hombres contra un batallón de 500, había rechazado toda oferta de rendición. Ese capítulo de nuestra historia militar seguramente el capitán Astiz no la leyó, cebado en asesinar adolescentes desarmadas y entretenido intelectualmente en desentrañar los enigmas metafísicos de la picana eléctrica.


Asegurada la libertad de la patria grande, se metió de lleno en las guerras civiles. Fue uno de los brillantes oficiales de Paz. Alguna vez fue soldado de Isidoro Suárez, el ilustre antepasado de Jorge Luis Borges. En ese punto, su biografía se confunde. Luego está al lado de Paz en San Roque, La Tablada y Oncativo. Participa en expediciones militares donde diariamente se juega la vida peleando cuerpo a cuerpo, facón a facón, bala contra bala. 

En uno de esos encontronazos -en medio de un paisaje áspero y desolado- perdió la vida. Artimañas del azar. Murió en San Luis, su provincia. Herido de muerte, clamaba por un trago de agua que nunca llegó. Tenía 36 años, y desde los veinte su único oficio había sido la guerra.

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