Fue un guerrero valiente y leal. Leal a su patria y leal
consigo mismo. Vivió un tiempo de guerras y batallas, de tumultos y asonadas,
de intrigas y violencias. Participó en las guerras de la Independencia bajo las
órdenes de San Martín y Bolívar. Peleó en Junín y se dio tiempo para salvarle
la vida al general Necochea. Bajo las órdenes de Sucre probó el filo de su
espada en Ayacucho, la última batalla de la Independencia.
Su carrera militar fue breve. Apenas diez o doce años. Se
inició como alférez, y cuando murió era coronel. No fue un militar de
escritorio. A diferencia de nuestros contemporáneos, oyó silbar las balas,
sintió la mordedura del plomo en la carne. Todos los ascensos los ganó en el
campo de batalla. Allí también ganó las medallas y esas otras medallas que
quedan marcadas para siempre en el cuerpo de un guerrero: las heridas y las
cicatrices de las heridas.
Ganó y perdió batallas. Nunca se rindió. No concebía que un
soldado se rindiera sin pelear hasta el último cartucho. “Hemos venido al Perú
a pelear, no a rendirnos” le contestó a un asombrado oficial español que no
terminaba de entender por qué, después de guerrear con quince hombres contra un
batallón de 500, había rechazado toda oferta de rendición. Ese capítulo de
nuestra historia militar seguramente el capitán Astiz no la leyó, cebado en
asesinar adolescentes desarmadas y entretenido intelectualmente en desentrañar
los enigmas metafísicos de la picana eléctrica.
Asegurada la libertad de la patria grande, se metió de lleno
en las guerras civiles. Fue uno de los brillantes oficiales de Paz. Alguna vez
fue soldado de Isidoro Suárez, el ilustre antepasado de Jorge Luis Borges. En
ese punto, su biografía se confunde. Luego está al lado de Paz en San Roque, La
Tablada y Oncativo. Participa en expediciones militares donde diariamente se
juega la vida peleando cuerpo a cuerpo, facón a facón, bala contra bala.
En uno
de esos encontronazos -en medio de un paisaje áspero y desolado- perdió la
vida. Artimañas del azar. Murió en San Luis, su provincia. Herido de muerte,
clamaba por un trago de agua que nunca llegó. Tenía 36 años, y desde los veinte
su único oficio había sido la guerra.
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