El presidente que estableció la libertad electoral en 1912
tuvo una existencia movida, donde no faltó el rasgo heroico y romántico. Tenía
gran afecto por Tucumán y así lo demostró.
Hacen dos semanas, el 9 de agosto último, se cumplieron cien
años de la muerte del presidente Roque Sáenz Peña. Salvo la edición de una
excelente biografía, obra de la historiadora María Sáenz Quesada, más algunos
actos modestos, la fecha ha pasado desapercibida.
Es lamentable que fuera así. No obra con justicia nuestra Argentina, que tanto
se enorgullece de vivir en democracia, al olvidar al estadista que proyectó y
promulgó la ley que lleva su nombre, y que instauró esa democracia en la
República.
Roque Sáenz Peña nació en Buenos Aires el 19 de marzo de 1851, hijo del doctor
Luis Sáenz Peña y de Cipriana Lahitte. Se doctoró en Jurisprudencia en 1875. Un
año antes, vistió el uniforme de oficial de la Guardia Nacional, a órdenes de
Luis María Campos, para sostener al presidente Domingo Faustino Sarmiento y al
electo Nicolás Avellaneda contra la rebelión porteñista.
Crisis romántica
Diputado a la Legislatura en 1876, llegó a presidir la Cámara. Pero dimitió en
1877, para afrontar una crisis personal. Estaba enamorado y dispuesto a
casarse, cuando su padre le reveló que la novia era hija suya –no se sabe si
natural o adulterina- y por lo tanto resultaba ser su hermana.
La herida romántica lo llevó a alejarse del país. En esos momentos, se
desarrollaba la Guerra del Pacífico, entre Chile y Perú. El joven se enroló en
el ejército peruano, cuya causa consideraba justa. Se batió heroicamente en las
acciones de San Francisco y de Tarapacá, así como en el sangriento asalto y
derrota del Morro de Arica. Allí fue ultimado su jefe, el coronel Francisco Bolognesi,
y luego cayeron los oficiales que le seguían en rango. Al fin, quedó Sáenz
Peña, herido, al frente de la tropa peruana. Fue tomado prisionero y llevado a
Chile.
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