El siglo XIX fue faccioso, de formación de las
instituciones, y resultó atravesado por una profunda tensión entre prensa y
política. En tiempos de libertades acotadas y conflictos permanentes, resultaba
limitado el accionar de un periodismo que era genéticamente un arma de la
política.
Los hechos de Mayo de 1810 imprimieron su sello al debate,
luego de siglos de vida colonial: “Los pueblos yacerán en el embrutecimiento
más vergonzoso si no se da una absoluta franquicia y libertad para hablar en
todo asunto que no se oponga en modo alguno a las verdades de nuestra santa
religión y a las determinaciones del gobierno, siempre dignas de nuestro mayor
respeto”, leemos en la Gaceta número 3, del 21 de junio de 1810. Detrás de esta
aparente contradicción (¿se debe dar “absoluta” libertad pero sin criticar al
gobierno y a la religión católica?) se esconden los desafíos de la época: el
intento de instaurar nuevas libertades y a la vez consolidar un rumbo revolucionario.
Como otros jóvenes ilustrados universitarios, Mariano Moreno (redactor de La
Gaceta de Buenos Aires) admiraba a Jean Jacques Rousseau y por eso se mandaron
a imprimir 200 ejemplares del Contrato Social para utilizarlo como libro de
texto en las escuelas primarias.
Por la Real Imprenta de los Niños Expósitos apareció una
traducción con la leyenda “se ha reimpreso en Buenos-Ayres para instrucción de
los jóvenes americanos”. Como nunca dejó Moreno de ser un devoto y un militante
de su religión, accedió a suprimir todo lo que Rousseau había escrito sobre
este tema por considerar que en esta materia el autor “deliraba”. Moreno, el
padre del periodismo argentino, censuró a Rousseau para no desentonar con su
público católico rioplatense.
La Revolución de Mayo abrió una etapa en la que aparecieron
medidas destinadas a instaurar el derecho individual, a conocer y evaluar los
actos públicos, y a proteger un espacio de mayor libertad. El 20 de abril de
1811 se dictó el primer reglamento sobre libertad de imprenta. La nueva legislación
establecía “ese precioso derecho de la naturaleza que había usurpado un
envejecido abuso de poder” y sostenía la libertad de publicar ideas sin censura
previa (antes era lo habitual), con el limite en la ofensa a derechos
particulares, la religión católica y atentar contra la tranquilidad pública o
la constitución del estado.
Por la misma época, Manuel Belgrano fue gran promotor de
ampliar y garantizar las libertades de la prensa. En el número del 11 de agosto
de 1810 del Correo de Comercio (fundado en marzo de 1810 por el creador de la
bandera), cuatro de las cinco páginas están dedicadas a un texto titulado “La
libertad de prensa es la principal base de la ilustración pública”.
Según leemos en él, la libertad de prensa es necesaria para
evitar la tiranía, para moderar la arbitrariedad y los abusos, para garantizar
la libertad civil, las instituciones públicas y para mejorar el gobierno de la
Nación. En opinión de Belgrano, la prensa tenía dos funciones: educativa y
política. Y su libertad, tres excepciones: el dogma religioso, las injurias y
la obscenidad.
La visión de Belgrano empuja al gobierno revolucionario a
defender que las ideas puedan ser expresadas libremente en la prensa, como
garantía contra los gobernantes despóticos: “los que mandan y mandaren, no sólo
se preocuparán mandar bien, sino que aspirarán a la perfección en lo posible,
sabiendo que cualquiera tiene facultad de hablar y escribir”.
En nombre del orden público, el estado en formación buscó
consolidar derechos individuales y crear canales para comunicar las luces, pero
a la vez controló esos nuevos espacios. El 23 de noviembre de 1811se sancionó
un decreto de seguridad individual para garantizar la protección de la vida, el
honor, la libertad y el derecho a la propiedad. Es decir, el gobierno
revolucionario abrió la libertad pero a su vez la restringió a estrechos
límites.
Por Diego Valenzuela
*Periodista e historiador / @dievalen
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