En estas fondas todo era sucio, muchas veces asqueroso;
manteles rotos, grasientos y teñidos con vino carlón, cubiertos ordinarios y
por demás desaseados. El menú no era muy extenso, ciertamente; se
limitaba, generalmente, en todas partes, a lo que llamaban comida a uso del
país; sopa, puchero, carbonada con zapallo, asado, guisos de carnero, porotos,
de mondongo, albóndigas, bacalao, ensalada de lechuga y poca cosa más; postre,
orejones, carne de membrillo, pasas y nueces, queso (siempre del país), y ese
de inferior calidad.
El vino que se servía quedaba, puede decirse, reducido al
añejo, seco, de la tierra y particularmente carlón. Este último vino nos
trae a la memoria una anécdota de aquellos tiempos. Había un tal Ramírez,
hombre de alta estatura y bastante corpulento, que tenía grande apego al teatro
y a todo lo que se relacionaba con él. Ayudaba entre bastidores al
acomodo, cambio de decoraciones, etc., y solía hacer también de vez en cuando,
su papelillo, de aquellos en que, entra un criado, presenta una carta y se va,
o cosa por el estilo; aunque algunas veces se aventuraba a roles un poco más
largos, y en los que no podemos decir se portase mal.
Pero viendo sin duda Ramírez, que esto no daba para
satisfacer sus necesidades, resolvió ocuparse de otro negocio, y estableció
(contando siempre, con la protección de sus hermanos de arte) una especio de
fondín, en muy modesta escala, en la esquina (hoy almacén) que hace cruz con el
entonces Teatro Argentino, siendo los actores sus más constantes clientes.
El vino que daba era carlón, del que traía una damajuana de
algún almacén inmediato, cada vez que lo precisaba. Pero algunos
parroquianos quisieron variar y siendo ese el vino más barato, tuvo que idear
cómo satisfacer ese deseo, consultando a la vez su propio interés, y un día
anunció con mucho aplomo que tenía en su fonda tres clases de vino, carlón,
carlín y carlete; todos estos vinos salían, por supuesto, de la misma
damajuana; el secreto estaba en la mayor o menor cantidad de agua con que
rebajaba el carlón. La broma fue muy bien recibida; lo cierto es que, sus
clientes tomaban de los tres vinos; pero continuemos nuestra historia.
Los mozos se presentaban en verano, a servir en mangas de
camisa; baste decir que sólo se ponían la chaqueta para salir a la calle, esto
es cuando no la llevaban colgada sobre un hombro a lo gitano: en chancletas y
algunas veces aun sin medias, y como los del café, fumando su papelillo, y con
el aire más satisfecho del mundo, entrando en conversación tendida y familiar
con los concurrentes.
Este tipo se conserva aún hoy en los fondines y bodegones de
la ciudad y en la campaña en algunos hoteles, presentándose los mozos sin saco
ni chaleco, con el pantalón mal sujeto por medio de una faja y en chancletas.
Se ha repetido muchísimas veces, que los pueblos tienen el
gobierno que merecen, y este dicho es en cierto modo, aplicable a los
parroquianos de aquellos tiempos; no porque dejase de ser gente muy digna, sino
porque no sabían infundir respeto, dando lugar a la descortesía y aun
insolencia de los sirvientes.
Por ejemplo; en verano, cada concurrente no bien salvaba el
dintel del comedor en la fonda, entraba resbalándose la chaqueta, saco o levita
y comía en mangas de camisa; nadie soñaba en quitarse el sombrero para
comer. En fin, toda regla de urbanidad desaparecía por el mero hecho de
hallarse en una fonda. Esta falta de respeto recíproco entre los
concurrentes, esa familiaridad, nada más que porque comían en una misma pieza,
pronto se hacía extensiva a los mozos, que terciaban también.
Puede ser
que esa intimidad ya extremada, haya nacido de la circunstancia que, siendo la
población mucho más reducida, éramos casi todos más o menos conocidos, puros
nosotros; no se veían entonces en las fondas, tantas caras desconocidas.
Sea de ello lo que fuere, a poco andar, la conversación se hacía general de
mesa a mesa; cada uno levantaba cuanto podía la voz a fin de hacerse oír, de aquel
a quien se dirigía, armándose, al fin, una tremolina, en que nadie se entendía,
entre este fuego cruzado de palabreo.
Los jóvenes, también, que las frecuentaban, muy
especialmente los militares, hacían alarde de portarse mal y tenían el singular
gusto de perjudicar cuanto podían al fondero, ya mellando a hurtadillas los
cuchillos, rompiendo los dientes a los tenedores, echándole vinagre al vino que
quedaba, mezclando la sal con la pimienta, en fin, haciendo mil diabluras que
sin duda reputaban travesuras de muy buen gusto; previniendo, que,
generalmente, eran jóvenes de buenas familias, los que hacían gala de mal
educados. Todo esto, pues, concurría sin duda para desalentar al dueño de
casa, en sentido de mejorar el servicio de mesa.
No hay que dudarlo: en algunas cosas hemos progresado
asombrosamente; en otras… estamos donde estábamos; y en muchas, preciso es
decirlo, estamos peor.
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