En donde en 1871 estaba el cementerio, se recuerda a las víctimas de la fiebre amarilla.
El monumento está en la gran plaza Ameghino, en Parque Patricios, a metros de la avenida Caseros y frente a la vieja cárcel. Y no es una casualidad. Porque en ese parque, hoy con mucho verde, quedó sepultada parte de una historia trágica: la brutal epidemia de fiebre amarilla que mató a más de 14.000 habitantes de ese Buenos Aires.
Ocurrió en 1871 y resultó devastadora. Napas contaminadas, poca provisión de agua potable, hacinamiento en algunas zonas, la contaminación que provocaban los saladeros y el calor agobiante fueron el caldo de cultivo propicio para que aquello pasara.
Los historiadores empiezan a registrar los primeros casos a fines de enero de 1871. En febrero habían muerto unas 300 personas. En marzo ya era incontrolable: morían cien personas cada 24 horas. Y como había sólo unos 50 coches fúnebres, muchos ataúdes quedaban en las esquinas esperando el traslado al cementerio del Sur, justamente donde está el actual Parque Ameghino. Aquel predio había sido comprado por la Municipalidad en diciembre de 1867.
Ante este desborde, el gobierno porteño decidió comprar siete hectáreas en la zona de la “chacrita de los colegiales”. Fue el primer cementerio del Oeste y ocupó lo que ahora es el Parque Los Andes, entre las calles Dorrego, Guzmán, Jorge Newbery y Corrientes. El actual cementerio de Chacarita, a unos metros de aquel, recién se habilitaría en 1886.
Pero volvamos al cementerio del Sur y al monumento que recuerda a aquellas víctimas. En esa obra hecha en mármol (se le adjudica al escultor Juan Ferrari) se sintetiza algo de lo que significó aquella tragedia. Por ejemplo, en uno de sus laterales, tallada sobre el mármol, hay una representación de la imagen que Juan Manuel Blanes pintó en un óleo y tituló “Episodio de la fiebre amarilla”. En aquella escena dramática se ve a unos médicos entrando a una habitación donde hay una mujer muerta y su bebé llorando junto al cadáver.
También hay listados con los nombres de sacerdotes, farmacéuticos, asistentes de la Comisión de Higiene y médicos que murieron contagiados mientras auxiliaban a las víctimas. Entre ellos está Francisco Javier Muñiz, el médico cuyo nombre lleva el Hospital de Infectología que hoy funciona sobre la calle Uspallata, frente al parque. Una frase grabada sobre el monumento rinde homenaje a aquellos héroes: “El sacrificio del hombre por la Humanidad es un deber y una virtud que los pueblos cultos estiman y agradecen”.
La epidemia de 1871 generó pánico y mucha gente decidió escapar de la Ciudad, algo que sugirieron y practicaron algunas autoridades. Pero hubo otros que también hicieron todo lo posible por ayudar. Ese fue el caso del ingeniero Augusto Ringuelet, presidente de la empresa Ferrocarril del Oeste. Como los cadáveres se amontonaban y no había carros para llevarlos hasta aquel nuevo cementerio, decidió instalar vías a lo largo de la avenida Corrientes. La obra costó más de dos millones pesos y se hizo en tiempo récord: menos de 30 días.
Se lo conoció como “el tren de los muertos”. Salía desde el cruce de la actual Jean Jaures (entonces se llamaba Bermejo) y tenía dos paradas: en Medrano y en Scalabrini Ortiz (conocida entonces como la calle del ministro inglés, por George Canning). Aquel tren cargado de cadáveres era tirado por la vieja locomotora “La Porteña” que todavía prestaba servicio. Los cuerpos eran dejados en unos galpones vecinos a la zona de Corrientes y Dorrego y luego enterrados en el cementerio. Cuentan que el maquinista de aquel tren era el ingeniero John Allan y dicen que después de realizar varios viajes también se contagió y fue otra víctima de la fiebre amarilla. Pero esa es otra historia.
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