El más ejemplar de estos ejercicios imaginativos sobre dichos textos lleva la firma de Eduardo Jiménez de Aréchaga. Sus deducciones de que el Protocolo de 1910 establece “una comunidad de aguas y un condominio en la explotación por ambos países”, merecen ser contrastadas con las reflexiones que suscitó a otro uruguayo (Luis Alberto de Herrera) la elaboración del documento.
Los incisos iniciales del “anodino” protocolo –decía- se dedican a “reiterar el himno de la fraternidad platina”, sin entrar luego “en la esencia del pleito y encontrar su solución adecuada”. La censura parece excesiva, ajena a las dificultades y buenas intenciones de la época. Porque su utilidad iba más allá de una mera apelación al “espíritu de cordialidad de los dos países” y consagraba en definitiva un régimen comunitario de “navegación y uso de las aguas”. Pero por exagerada que parezca, esa censura pone las cosas en su sitio: el Protocolo de 1910 no admite una interpretación radical capaz de robustecer la posición uruguaya, ni la argentina, claro.
También Héctor Gross Espiell ha creído ver en el Protocolo de 1964 una garantía casi definitiva para la tesis de la división geométrica del río. En su opinión, no se consignaría ya “un mero reconocimiento del derecho al uso de las aguas sino una afirmación expresa y recíproca de la soberanía oriental”.
La conclusión nace del parágrafo 5º del documento que, en efecto, reconoce la reciprocidad jurisdiccional de los dos Estados al señalar: “El Plan de Levantamiento Integral no alterará las jurisdicciones que los países ribereños han venido ejerciendo” y que son “las únicas que ambos gobiernos reconocen sobre dicho río”. Pero también aquí los deseos pueden más que la letra escrita.
Ni Uruguay ni Argentina hallarán en el Protocolo de 1964 un solo párrafo que fije esta o aquella fórmula de delimitación jurisdiccional. Apenas si se reconoce una pluralidad de jurisdicciones que, de todos modos, con su sola existencia, cualesquiera de los textos invocados estaba desnudando.
Porque por ambiguos que parezcan, por contradictorios que resulten los posteriores análisis de sus articulados, resulta evidente que no habrían sido firmados por las dos partes si éstas no tuvieran mutuos derechos.
La declaración de 1961 adquiere singular importancia desde esta perspectiva. Con ella, la Argentina y Uruguay estipularon el límite exterior del río y la extensión del dominio fluvial que corresponde a ambos países. El documento regló así un régimen jurídico de aguas que, por sus peculiaridades geográficas, merecían variables calificativos (río oceánico, estuario, etc.), permitiendo a otras naciones atravesar el Plata amparadas en principios que son exclusivos de la navegación en alta mar. Para Uruguay, además esta condición de “río interior” que la declaración otorga al Plata, serviría de alimento a su tesis de la línea media y de acuerdo con normas resultantes de los acuerdos de Ginebra sobre mar territorial.
Que la Argentina no apoye la tesis de la división por mitades del río, se debe principalmente al hecho de que las vías de acceso a los puertos argentinos (incluyendo el de Buenos Aires) quedarían, mediante este régimen, sometidas a jurisdicción uruguaya.
El argumento enfatiza tal subordinación como un peligro para la seguridad política y económica de la Nación. Y desde una perspectiva local, la consideración parece muy razonable, ya que las vías que garantizan al país su contacto con el exterior y que son de considerable valor estratégico, no pueden estar bajo bandera extranjera.
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