Sin embargo, el golpe militar contó con una red de complicidades en la sociedad civil que excedía con holgura los límites de los grandes grupos de poder económico. Un informe de la CIA fechado el 3 de junio informó que el sindicalismo vandorista había establecido contactos con los militares y resuelto no oponerse al golpe. No era de extrañar.
En el terreno sindical, Illia intentó modificar la ley de asociaciones profesionales: el manejo de los fondos se repartiría, de acuerdo con esa iniciativa, entre la central, la Federación provincial y el sindicato de base. Se estipulaba, asimismo, la participación de las minorías en las direcciones gremiales. Esta iniciativa enfureció a la burocracia sindical peronista. Pero su práctica desestabilizadora hundía sus raíces en los propios inicios de la gestión presidencial.
Los dirigentes sindicales nunca dejaron de concebir las elecciones de julio de 1963 en términos de "farsa electoral". El cuestionamiento a la legitimidad de origen del gobierno nacional se realizaba en clave antiliberal: el radicalismo expresaba un orden liberal y partidocrático destinado a ser reemplazado por otro capaz de expresar a los verdaderos actores de la comunidad nacional, como los sindicatos, el Ejército y la Iglesia.
Vandor, elogiado sospechosamente por la revista Confirmado, no se sonrojaba al señalar que las Fuerzas Armadas sentían las inquietudes del pueblo y de la CGT. Con mayor precisión, Juan José Taccone, máximo dirigente de Luz y Fuerza en Capital Federal, sintetizaba: "La clase obrera debe integrarse al resto de los sectores nacionales, de los que no excluimos, por supuesto, a la Iglesia o al Ejército. No debemos perder contacto con empresarios industriales (...) estamos en la búsqueda de una síntesis nacional". El lugar de privilegio que los sectores corporativos —"factores de poder", en el lenguaje de la época— debían tener en la toma de decisiones formaba parte de un imaginario que renegaba de los partidos y el Parlamento.
El impacto de las tendencias desestabilizadoras fue potenciado por el comportamiento de los propios partidos políticos, y en especial, de la oposición parlamentaria. Los bloques legislativos vetaron el tratamiento del presupuesto nacional para el año 1966. Ante la negativa, en abril de ese año el presidente Illia envío un mensaje al Parlamento, en el que reiteraba la necesidad de su urgente tratamiento, al tiempo que el propio ministro de Defensa, Leopoldo Suárez, acusaba al Congreso de presionar al país. Como respuesta, siete bloques —PJ, UCRI, MID, PDP, PDC, PSA y Alianza Misionera— elaboraron un despacho conjunto que ratificaba la negativa y postulaba la prórroga del presupuesto del año anterior, como norma de emergencia. Al veto del proyecto de presupuesto 1966 (cuando se dio el golpe de Onganía aún no había sido aprobado) se añadió el rechazo al proyecto de reformas impositivas con las que el gobierno pretendía hacer frente a las demandas del sector educativo.
En los hechos, los partidos operaban en contra del sistema de partidos y desprestigiaban con su accionar la institución parlamentaria. Su dudosa responsabilidad cívica alimentó la convicción militar de ser protagonistas de una época cuyos dos rasgos más sobresalientes eran la decadencia nacional y la guerra interna. Al calor de esas creencias, el gobierno de Onganía reemplazó el antiperonismo por el antipartidismo generalizado e inició la era de las dictaduras soberanas y fundacionales, es decir, de un tipo de régimen militar que lejos de limitarse a reemplazar las instituciones de un modo provisorio (como fueron los anteriores golpes militares), se proponía la fundación de un nuevo ciclo histórico.
César Tcach es autor del libro "Arturo Illia, un sueño breve. El rol del peronismo y de los Estados Unidos en el golpe militar de 1966". (Edhasa, 2006). Nota publicada en CLARÍN, 26 de Junio de 2006.
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